Autenticidad y contracultura

martes, 17 de noviembre de 2009

Hubo un tiempo en que significó mucho, era un estandarte y el espacio idóneo para la construcción de identidades emergentes y genuinas que buscaban oponerse al proceso de industrialización y mercantilización de la cultura. En los años sesenta fue considerada la forma más radical de luchar contra el establishment y la vía más sólida para revolucionar costumbres y maneras de ser. Así fue vista en un tiempo la contracultura y, sin embargo, desembocó en lo contrario. En vez de romper con la “hegemonía cultural” implantada por el capitalismo dio vida a un nuevo tipo de ocio y un nuevo segmento de mercado en el capitalismo moderno. La contracultura dio paso a un proceso en el que lo empírico y lo racional ocuparon el corazón de su discurso. Con la contracultura se hizo realidad el diagnóstico de Max Weber, quien había advertido que el proceso de racionalización terminaba por desembocar en la construcción de la propia prisión del ser humano, lo que él denominó la “jaula de hierro”.

Eso fue lo que aconteció con la contracultura, que ha sido una más de las expresiones del proceso de racionalización, que en vez de detener u orientar a la misma modernidad terminó precisamente por aceitar uno de sus flancos, el del mercado, y quedar aprisionado en su lógica. Ya en 1990 Luis Britto García había indicado en El imperio contracultural: del rock a la posmodernidad, que la constante de la contracultura es operar a partir del reciclaje de utopías para convertirlas en valores estéticos y mercantiles. Los símbolos rebeldes son absorbidos y transformados en in-significantes que el mercado de la contracultura alimenta de manera perenne.

Siempre interesada en transparentar la “apariencia metafísica del mundo”, la contracultura ha terminado como la trastienda del mundo verdadero y alimentando lo que en esencia era el corazón de su crítica: el mercado. Pero el problema no ha sido sólo que el sistema fuera integrando diversas manifestaciones contraculturales aniquilándolas e invirtiendo su significado, sino que muchos sigan usando cínicamente este discurso para vivir de él o, en el mejor de los casos, para justificar un estilo de vida. La posmodernidad también fue una expresión de la agonía de la contracultura al presentar algunas de sus variantes como la más viva expresión de la crítica a la modernidad, pero anulando cualquier factor de autenticidad al reducirla a una opción y relativizar cualquier postura, al grado que disímiles formas de pensar y vivir tienen el mismo valor y cualquier postura teórica es igual de importante en nombre del pluralismo y el relativismo. Pero esta idea estaba en la semilla de la contracultura, que lo mismo elevaba al cielo lo lejano, lo “extraño”, así como lo más valioso, lo auténtico, por lo cual le asignaba un gran valor al budismo, la comida hindú, la música africana...

Eso devino en la creación de un vasto mercado para el turismo, por lo que Rifkin ha denominado la mercantilización de la cultura y la misma experiencia, de suerte que la cocina y las idiosincrasias, la música y las manifestaciones políticas son ya parte de una economía fincada en la explotación de los recursos culturales y las diferencias. Un discurso que ha terminado por comercializar todo, por hacer creer que lo auténtico está en otra parte, por lo que las hordas contraculturales viajan a cualquier parte lejana del planeta (el campo, la selva, Chiapas, África...), pero la paradoja es que cuando todos los ellos se vuelven maestros en antropología del turismo y el mundo se comprime a puras redes electrónicas, cuando lo remoto ya no es tal, más vale plantearse una solución más efectiva que ilusoria. El negocio de la contracultura es una estrategia ante todo de marketing usada no para vender productos comerciales normales y corrientes, sino para comercializar un mito sobre el funcionamiento de la cultura, sobre la pureza y el real valor de las cosas y los actos humanos. Un ejemplo lo tenemos en los grupos antiglobalización, que siendo una fauna tan diversa y disímbola ha encontrado, irónicamente, su identidad, pureza y razón de ser en la reducción de la ciudadanía a actos esencialmente consumistas. En lugar de luchar por una “vida auténtica” la contracultura asume una representación abstracta, una imagen de esa existencia, y la presenta como un cambio real, cuando es únicamente un simulacro de lo improbable. Se combina el propio fetichismo cultural con la falsa promesa de autenticidad, de lucha contra el establishment, pero más que dar vida a un nuevo esquema de valores culturales en realidad se termina por justificar un estilo de vida y en algunos casos una mesiánica forma de habitar el mundo y de venderse al mejor postor. La conspicua contracultura nacional es pródiga en esto, en la que muchos de sus predicadores, “alternativos” y practicantes de un estilo de vida distinto, en realidad con sus impostados destrampes y reventones no hacen más que alimentar el mismo circuito consumista, siendo así una fábrica de simulacros al ostentarse en cuanto foro se presentan como auténticos y, otra vez, “alternativos”.

Publicado en la revista Replicante

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