No importa el calificativo que se quiera usar, lo cierto es que Elon
Musk ocupa el lugar principal dentro de la administración Trump, al grado que
desde un supuesto y «oscuro» departamento de eficiencia gubernamental (Doge) ha
terminado por desplazar a prácticamente todo el gabinete de Trump, se ha
apoderado de buena parte de los resortes internos de gobierno en nombre
precisamente del Ejecutivo. Su bandera son los supuestos ahorros, por lo que
emprende su cruzada de manera prepotente y estridente, a un ritmo donde priva
una escandaloso espectáculo tecno.
Trump gusta, también, de esos shows que monta todos los días —como una
receta que aplica todo populista autoritario—, para dominar la agenda noticiosa
diciendo cada día barbaridades, saltando de un tema a otro, de manera que
apenas se intenta analizar una medida cuando ya lanzó otras dos locuras y
ocurrencias que despedazan cualquier intento reflexivo y mesurado de evaluar lo
que apenas acaba de decir o dijo ayer.
Los críticos dicen que la oposición es inexistente, que los demócratas han
sido avasallados, pero que mucho suena a lo que hemos vivido en México. No se
sabe si realmente la oposición ha sido borrada, o si los populistas actúan de
manera arbitraria y antidemocrática siguiendo el ritmo del mantra de «moverse
rápido y romper cosas», y al hacerlo constantemente hacen que cualquier crítica
o cuestionamiento quede siempre desfasado.
Trump ha encontrado en Elon Musk su complemento perfecto, es el
acompañante ideal que comprende a la perfección sus impulsivas maneras de usar
la política como una palanca para el negocio, para obtener lo que se quiere
bajo un enfoque autoritario. Musk es el apéndice perfecto de Trump, porque es
sensacionalista, propagador de falsedades y un mediático compulsivo que difunde
a todo pulmón su fervor por un Estado mínimo. Tal ha sido la relación que
mantienen Trump y Musk, que el segundo prácticamente está por encima de todos los
integrantes de su gabinete.
El Doge cumple doble función: por un lado, es un artificio perfecto de
propaganda (algo así como evitar el derroche y devolverle al pueblo lo que le
han robado) para la implementación de Maga, pero al mismo tiempo es el brazo
ejecutor de la destrucción de funciones vitales del Estado. El Doge parece el
diseño idóneo para los fundamentalistas de Silicon Valley, para los que son
amantes del egoísmo racional, que aborrecen el Estado, que abominan tomar
decisiones basadas en el consenso. El interés de Musk es acabar con un elemento
fundamental de la estructura de gobierno, la rendición de cuentas y los
mecanismos decimonónicos que hace que las acciones implementadas por el Estado sean
legítimas ante los ciudadanos.
A los perturbados fans de Musk les enloquece la estridencia de su ídolo,
sus arrebatos de poder, que comparten porque ellos también desprecian reglas,
normas, leyes, pagar impuestos, y porque consideran que acabar con las ayudas y
aportes sociales es quitarles dinero a ellos. Ahí donde Doge quiere sumisos, en
donde se inculca el «te sometes o garrote», que es el ejemplo de las dicotomías
que reinan en la administración Trump: me sirve, no me interesa; es bueno o es malo
para generar dinero; me es útil si sirve para mis fines, de lo contrario hay
que eliminarlo. Las medidas de Musk se implementan de mano del histrionismo, de
la destrucción y el saqueo. Los calificativos que se pueden dar a las medidas
del desmantelamiento de organismos, es la propia de mafiosos que quieren llevar
a la ruina al Estado que, supuestamente, dicen que quieren encumbrar.
Pero detrás del telón existen cuestiones que no vemos: como dice Tressie
McMillan Cottom (shre.ink/bnce): «el contenido no revela la maquinaria de la
influencia: los acuerdos firmados, los acuerdos de confidencialidad emitidos,
las métricas usadas para medir el valor en dólares de la respuesta emocional
del público. En la política, el contenido puede ocultar el dinero y el poder
que están en juego». A estas alturas, es de ingenuos creer que el Doge no acuna
el conflicto de intereses de una persona que es dueña de Tesla o SpaceX y que
ahora tiene acceso a contratos y convenios firmados en el pasado por el
gobierno con otras empresas competidoras de Musk.
El dúo perfecto entre un promotor inmobiliario de dudosa reputación —de
hecho, un delincuente— convertido en presidente, y un magnate que apela a su
genialidad y su enorme capacidad para revolucionar el campo tecnológico, pero
que se ha valido del financiamiento estatal para alcanzar el éxito y, sobre
todo, hacer un credo la idea de que la innovación sin velocidad no sirve, y en
donde no importan el cumplimiento estricto de normas y reglas de certificación
para alcanzar los objetivos. En ambos casos, a los aprendices, Trump y Musk, los
une un enfoque de gestión y una cultura del dinero que puede incluso apelar a
las peores artimañas para lograr el éxito. Pero decirles que actúan
cínicamente, que son hipócritas, que carecen de vergüenza, de nada sirve. Para
esos populistas que combinan el negocio y la política, decirles eso es como inyectarles
una dosis de adrenalina para que agarren más fuerza para demostrar su poderío. Y
de esas dosis hemos tenido nosotros bastante el sexenio pasado.
Por cierto, Musk ha arremetido contra los programas de ayudas que el
gobierno estadounidense tiene, pero como siempre en él es una media verdad. Él
ha dado vida a su imperio —Tesla y SpaceX— sirviéndose de fondos públicos, de
apoyos gubernamentales. A pesar de su crítica al Estado, de su perorata de que
la innovación solo proviene del sector privado, de lucrar con una narrativa
libertaria, Musk en realidad sería peccata minuta sin las contribuciones
públicas para apuntalar su tecnología. Ya la economista Mariana Mazucatto ha
señalado hasta la fatiga que todas las gloriosas innovaciones que vemos hoy
desplegadas o plasmadas en muchas tecnologías de uso diario, en realidad fueron
factible gracias a Arpa que, por ejemplo, financió el desarrollo de los
vehículos autónomos y de varias tecnologías adyacentes y que retomó Musk y las
perfeccionó. Si eso no se hubiera dado seguramente no hubieran existido Tesla y
SpaceX (shre.ink/bnuL).
Pero en este juego de máscaras también México está inmerso. Por un lado,
Musk ve a México como un eslabón en la expansión de sus negocios, por otro considera
que el gobierno mexicano es la expresión de un claro narcogobierno, pero no
tiene ningún reparo en hacer negocios con él. Lo mismo se puede decir del
gobierno de Claudia Sheinbaum, a pesar de que diga que rechaza los
calificativos de tener tratos con los narcos, al mismo tiempo la CFE suscribe un
contrato cercano a los 200 millones de dólares con Starlink, empresa de Musk,
para que proporcione conexión a internet a las zonas rurales o agrestes del
país.
Publicado en La Jornada Morelos
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