En el primer lustro de la primera década del siglo XXI leí un artículo en Wired de Chris Anderson en donde lanzó su concepto de «larga cola» (o long tail), el cual sonaba estupendamente. Eran los tiempos en que todavía a uno le quedaba un resabio ilusorio de que el mundo digital aún era camino para igualar cultural y socialmente, e imaginarse en que la red era una avenida para las cuestiones utópicas en el campo artístico y paliar las penurias y precariedades del sector artístico. Para Anderson, internet reducía los costos de distribución y almacenamiento, lo que permitía que una mayor diversidad de productos culturales, incluidos los de nicho, encontraran su público y ensanchaba el mercado para múltiples productos culturales.
En el caso del terreno musical, Anderson sugería que
artistas menos conocidos podían prosperar al llegar a audiencias específicas, a
personas enemigas de lo comercial o el mainstream, generando una
economía basada en muchos «microhits» y no dependía exclusivamente de los
grandes éxitos masivos. Debo decir que como amante de la música eso sonaba
espléndido, pero también le parecía estupendo a las tribus de músicos que a lo
largo y ancho del planeta tenían propuestas musicales tan ricas y diversas.
Para Anderson, las múltiples plataformas digitales que
se abrían camino en ese entonces, podían ofrecer un catálogo prácticamente
ilimitado, a diferencia de las tiendas físicas con espacio restringido. En la
música, eso implicaba que plataformas de streaming como Spotify o
YouTube, por ejemplo, permitirían a artistas independientes o de nicho competir
con las grandes estrellas, ya que los consumidores tendrían acceso a una
variedad casi infinita de opciones, y se toparían con música y artistas que ni se
les había pasado por la mente que existieran. Anderson argumentaba que la suma
de las ventas o streams de esos productos de nicho podría igualar o
superar los ingresos generados por los grandes éxitos (la «cabeza» de la
distribución), democratizando el mercado y permitiendo que el mérito artístico
prevaleciera.
A pesar de lo bonito que se escuchaba, la sucia realidad
estaba ahí para desmentir las buenas intenciones. Lo cierto es que si bien es
cierto que las plataformas de streaming ofrecen un catálogo extenso, la
atención de los consumidores al final tiende a concentrarse en un número
reducido de artistas populares. El 1% de los artistas más populares genera
aproximadamente el 90% de todas las reproducciones en streaming. Esto
significa que de los millones de artistas en plataformas como Spotify, solo una
pequeña élite concentra la gran mayoría del consumo musical, de tal manera que
1.6 millones de artistas lanzan música en servicios de streaming en un
año, pero nueve de cada diez canciones reproducidas son creadas por solo 16,000
artistas o lo que es lo mismo: solo el 1% de los artistas. (shre.ink/xYOl) Esta
extrema concentración supera con creces el llamado «principio de Pareto», de su
regla 80/20, que en este caso sería que el 20% concentraría el 80%, ya que en el
streaming musical la distribución es más bien 90/1. Las preferencias
musicales y el mercado de música reflejan, también, la manera en que se
distribuye la riqueza a escala planetaria y en los mismos países.
Nick Srnicek había referido en su Capitalismo de
plataforma, que el capitalismo digital opera bajo el principio de que el
ganador se lleva todo, pero por lo que se ve eso se reproduce también dentro de
las plataformas, de manera que hay pocos músicos que se llevan todo, como en las
plataformas pocos usuarios tienen más seguidores o sus videos tienen más likes.
Es decir, la democracia en la oferta de plataformas sí existe pero la igualdad dentro
de las mismas ya es harina de otro costal.
La democratización económica prometida por la larga cola
no se ha materializado, o se ha logrado de manera desigual ya que si bien
ofrece que todos puedan participar en una plataforma, la mayoría de los
ingresos sólo van a parar a artistas de grandes sellos discográficos y
superestrellas, mientras que los artistas independientes o de nicho, los de la
«cola» al final terminan en eso: en la cola y recibiendo pagos insignificantes
por stream (por ejemplo, Spotify paga entre 0.003 dólares y 0.005 dólares
por reproducción) (shre.ink/xYOB). Además, en el caso de Spotify el 90% de
los ingresos de la industria discográfica procede del 10 por ciento de las
canciones. Esto dificulta que artistas menos conocidos vivan de su música,
contradiciendo la idea de que los microhits generarían una prosperidad
generalizada.
Hoy sabemos que a Anderson presa del entusiasmo se le
fue un poco la boca: sobreestimo la demanda, asumiendo que los consumidores
buscarían activamente productos de nicho, pero en la práctica, la conveniencia
y los algoritmos han canalizado a muchos hacia los grandes éxitos. Además, que
cómo buenos primates que somos nos encanta ser parte de la manada, entre más grande
sea el grupo que escucha lo mismo que uno más a gusto nos sentimos. Aunque es
cierto que Anderson estableció su «ley» antes del auge del streaming y
los algoritmos de recomendación, que pusieron de cabeza las dinámicas de
consumo. Lo que pintaba Anderson como una ley digital, al final terminó en una
ilusión.
Quien complementa esa visión de Anderson es La fábrica
de canciones: cómo se hacen los hits de John Seabrook,
quien explora el proceso detrás de la creación de los éxitos en la música pop,
revelando cómo desde los años setenta del siglo pasado la industria musical ha
evolucionado hacia un sistema altamente industrializado y basado en métodos, y
automatismos, para producir canciones diseñadas específicamente para devenir populares
y ser rentables. Seabrook analiza cómo un selecto grupo de productores,
compositores y equipos especializados, han usado técnicas estandarizadas,
estructuras predecibles y ganchos pegajosos, apoyados por tecnologías y datos,
para fabricar hits que dominan las listas de éxitos.
El libro dibuja la transición desde una creación musical
más orgánica y artística hacia un modelo de producción en masa, donde la
colaboración entre múltiples profesionales, el uso de algoritmos y la
influencia de las plataformas digitales juegan un papel crucial, a menudo por
encima del talento individual de los artistas. De esa manera, una canción
exitosa para ser tal tiene que estar plagada de hooks, de pasajes o
frases pegadizas, que se elaboran con minuciosidad con el objetivo de activar
en el cerebro humano una sensación de placer al escuchar la melodía, el ritmo y
la misma repetición.
Según la idea de Chris Anderson los hits eran
resultado de la escasez de la oferta, pero lo que ha sucedido es lo contrario:
ante la avalancha de música que facilitan efectuar las nuevas tecnologías, la
gente ha buscado asideros sonoros de consumo masivo, ya que de lo contrario se
siente extraviado en las toneladas de propuestas. Pero a pesar de las buenas
intenciones y la propuesta igualitaria de la larga cola, lo cierto es que la
aparición y masificación de los servicios de streaming no han servido
para hacerle la vida más asequible a millones de músicos, sino para reproducir la
precariedad.
@tulios41
Publicado en La Jornada Morelos
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