Industrias creativas y música

miércoles, 10 de diciembre de 2025

 

Se nos repite, casi como un mantra, que vivimos en la era de las industrias creativas, un tiempo en el que la creatividad, impulsada por la segunda ola de masificación de internet a principios del siglo XXI, se ha convertido en el motor de una nueva economía. Para nadie es un secreto que las redes sociales y la conectividad global se difundieron prometiendo un mundo donde los beneficios de la revolución digital llegarían a todos, pero especialmente a quienes, desde la literatura hasta la gastronomía o la arquitectura, desde la música hasta el diseño o los deportes, podían transformar su talento en oportunidades económicas. En este escenario, se creía que los sistemas de producción autoorganizados, como los describía Yochai Benkler, no solo competirían con los modelos tradicionales, sino que los superarían, mientras que Richard Florida, en su influyente La clase creativa, imaginaba un futuro en el que los artistas y creadores serían los dueños de su propio destino económico. La promesa era clara: en la era de internet, los beneficios serían para todos. Vean lo choice y que los doomers han cambiado

Sin embargo, como ocurrió con la contracultura de los años sesenta —que surgió como una crítica radical al capitalismo pero terminó siendo absorbida y convertida en un motor de innovación para el mismo sistema que cuestionaba—, las industrias creativas no escaparon a una paradoja similar. Lo que comenzó como una alternativa emancipadora, donde la creatividad y la innovación rompían con las estéticas comerciales, terminó por convertirse en una extensión institucional y comercial de las lógicas capitalistas. La creatividad se redujo a un mero recurso económico, un valor agregado que incrementaba el precio simbólico de las mercancías y convertía la expresión artística en un activo escalable. Este giro se refleja en la proliferación de términos como «economía naranja», «distritos creativos» o «clústeres culturales», que, en la práctica, están orientados al turismo, la propiedad intelectual, la competencia entre ciudades y, sobre todo, la precarización del trabajo cultural.

En el ciberespacio, la promesa de democratización también se desvaneció rápidamente. Internet, que en sus inicios parecía un territorio ideal para la libertad y horizontalidad, pronto se plataformaizo o plataformizó. Surgieron empresas que, bajo el discurso de la innovación y la creatividad, terminaron por concentrar el poder en unas cuantas manos. Hoy, desde las artes —publicaciones, películas, música, streaming, cómics, venta de libros, salas de cine, juegos, lucha libre, estaciones de radio— hasta las finanzas y los econegocios, casi todo es “plataformizable” y, por tanto, susceptible de ser controlado por monopolios u oligopolios. Mientras muchos observaban con preocupación esta concentración, Peter Thiel, en De cero a uno (2014), argumenta que «la competencia es para perdedores», que los monopolios son sanos, y aconseja a las empresas monopolizar sus dominios, justificando que, si los consumidores se aglomeran en torno a ciertas plataformas, es porque las mismas satisfacen sus demandas.

El campo musical —primordial en el campo de las industrias creativas— es, quizá, el ejemplo más elocuente de esta transformación. Durante décadas, los artistas sufrieron contratos leoninos que los dejaban al margen de las ganancias. La llegada de internet y las nuevas tecnologías digitales parecieron cambiar las reglas del juego: democratizaron la grabación y distribución musical, fragmentaron las audiencias y restaron poder a los intermediarios tradicionales. En la era analógica, el mercado de la música grabada tenía a músicos, compositores y artistas discográficos en un lado, y los fans u oyentes en el otro. Entre estos extremos estaban quienes gestionaban las interacciones de ambos: un número reducido de sellos discográficos te tamaño descomunal, que controlaban el acceso de los melómanos o fans a los artistas, y de éstos con sus escuchas o seguidores. Internet brindó la posibilidad de distribuir la música de manera gratuita e instantánea por todo el mundo. Fragmentó a las audiencias en un sinfín de comunidades en línea, provocando que la televisión, la radio y la prensa escrita perdieran gran parte de su poder para marcar tendencias. Las redes sociales dieron a los artistas la capacidad de llegar directamente a sus fans por primera vez, abriendo un sinfín de nuevas formas de generar ingresos, como la venta directa de álbumes, entradas y merchandising. También facilitaron el acceso al capital, permitiendo a los artistas pudieran financiar álbumes y vídeos ambiciosos fuera del sistema discográfico, a través de esquemas de crowdfunding permitiendo que los mismos fans financiaran a sus artistas.

Si bien hoy los artistas y/o músicos tienen una relación más equitativa con los sellos discográficos, asociándose para acceder a capital, gestionar sus derechos y distribución, y acceder a personal cualificado de marketing y promoción, así como mapas detallados que les indican dónde deben concentrar sus esfuerzos para llegar a audiencias determinadas. También es cierto, que la aparición de plataformas de streaming ha terminado por generar una concentración de distribución musical en un grupito de plataformas.  El lucrativo mercado del streaming está dominado por Spotify y unas cuantas empresas propiedad de las grandes tecnológicas. En donde doomers y choice se dieron la mano.

Únicamente tres sellos discográficos —Universal Music Group, Sony Music Entertainment y Warner Music Group— controlan actualmente casi el 70% del mercado mundial de música grabada, y también son propietarios de las tres editoriales musicales que concentran casi el 60% de los derechos globales de las canciones. Estas últimas basan su poder en la acumulación de derechos de autor. En Estados Unidos, para las grabaciones posteriores a 1978 la duración de los derechos de autor es la vida del autor más setenta años adicionales, o, en el caso de las «obras por encargo», noventa y cinco años desde su publicación. En el caso de México, es aún más absurdo: toda la vida del autor más 100 años después de su muerte —si fueran dos o más coautores hasta que muera el último empiezan a correr los 100 años—, mismo esquema se aplica a las llamadas «obras por encargo» que derivan de relaciones laborales. 

También es cierto que resultado de que hoy día la música es mucho más barata de producir y distribuir, y que internet ha generado más competencia, las tasas de regalías son más altas que nunca. A diferencia de los años 90 cuando las regalías eran den 5%, ahora el 25% es la norma, e incluso algunas discográficas pagan hasta el 50% en caso de que los músicos no reciban anticipo alguno. Pero ese esquema se desdibuja cuando la música se reproduce en Spotify. Por ejemplo, Spotify paga a los artistas entre 0.003 y 0.005 dólares por reproducción, lo que equivale a aproximadamente, lo que significa que en promedio, un artista puede ganar entre 3 y 5 dólares por cada 1,000 reproducciones (shre.ink/oUhA).

Para tener una idea de esto, Spotify distribuye los ingresos por reproducción de la siguiente manera: El 70% es para los titulares de los derechos, el 30% restante es para Spotify; se entiende que Spotify del porcentaje que obtiene cubre costos operativos, impuestos, tarifas de procesamiento de tarjetas de crédito, gastos de venta y el funcionamiento de la plataforma, con lo que su ganancia neta es mucho menor al 30%. En el caso del 70% de los ingresos a los titulares, eso no va a parar al artista inmediatamente, sino a los titulares de derechos (que son quienes firman los contratos de licencia con Spotify). Estos se dividen en dos categorías: Regalías de grabación (aproximadamente 50-55% del total), que en este caso es para los sellos discográficos. Luego están las regalías publicación (aproximadamente 15% del total), este es el dinero generado por el uso de la composición (la letra y la melodía), que se paga a los editores musicales y a las sociedades de gestión colectiva (como ASCAP, BMI, SACM, etc.). Al final lo que le quede al artista dependerá del tipo de contrato, que en algunos casos el artista puede recibir el 15% de los 0.003-0.003 dólares por stream, mientras que un independiente vía distribuidor retiene casi todo menos una comisión fija. Lo claro es que los ingresos quedan mayoritariamente en manos de los sellos.

Pero en descargo de Spotify, retomo lo que referido por Liz Pelly (Mood Machine): el streaming «fue moldeado por las grandes discográficas». Si bien las compañías de streaming reciben muchas críticas por estos terribles mecanismos de distribución de regalías, fueron las grandes discográficas quienes establecieron ese sistema; debido a que controlan un enorme catálogo de músicos, cualquiera que quiera lanzar un servicio de streaming debe hacerlo a través de ellas y con sus condiciones y/o reglas.

A pesar de esto, las demás plataformas de streaming ofrecen lo mismo porque son los sellos quienes dictan las reglas, salvo en los casos de plataformas alternativas y que puede ser motivo de otros análisis. Solo para tener una idea del poder que tienen los tres grandes sellos o major, señalemos que en conjunto controlan el 69.5% del mercado global de música grabada que se distribuye de acuerdo con Statista de la siguiente manera: Universal Musica, 31.7%; Sony Music, 22.5% y Warner Music, 15.3%. El restante 30.5% del mercado global está en manos de distribuidoras independientes como ADA (propiedad de Warner), The Orchard (propiedad de Sony), Virgin Music (propiedad de UMG), Merlin: Representa a cientos de sellos independientes a nivel global. En fin, que tampoco las alternativas «independientes» parecen estar realmente fuera del mainstream.

Pero el problema con la industria musical es que no solo está integrada horizontalmente, con los referidos tres grandes sellos discográficos, que monopolizan el mercado musical, sino que también está integrada verticalmente. Los tres grandes sellos discográficos —UMG, Sony y Warner— también son propietarios de las tres grandes editoriales musicales, que son: Universal Music Publishing Group —que cuenta con un catálogo de aproximadamente tres millones de pistas—, Sony Music Publishing —que gestiona alrededor de cinco millones de pistas y derechos de autor, lo que la convierte en una de las editoriales más grandes del mundo— y Warner Chappell Music —que cuenta con un catálogo de más de un millón de canciones—. Este trio juega un papel fundamental en la gestión de derechos de autor y la publicación de música para los artistas y sellos discográficos asociados con cada uno de los tres grandes sellos discográficos. Y esto es una fuente de conflictos de intereses.

Ahora en cuanto a la distribución del streaming, por plataforma según Billboard, el panorama está de la siguiente manera e incluyendo usuarios gratuitos y de paga: Spotify, 32.9%; Tencent Music, 14.4%; Apple Music, 12.6%; Amazon Music, 11.1%; YouTube Music: 9.7%. Es claro que Spotify lidera de forma clara el mercado, pero está lejos de «controlarlo» ya que casi el 70% de los suscriptores globales están en otras plataformas. Lo cierto es que si bien Spotify fue clave para sacar a la industria musical del atolladero después del derrumbe de los CDs y de la aparición del intercambio de archivos musicales vía Napster, eso no significa que las major hubieran aprendido la lección e impulsaran un ecosistema de consumo musical, más saludable para los melómanos o fans y para los mismos músicos.

En todo caso, para la comunidad creadora de música lo que se requiere es tener vías alternativas. Una de ellas podría ser, como dice Doctorow, adoptar un modelo centrado en el usuario. En lugar de ir a un solo fondo común, las regalías de grabación de cada suscripción en una plataforma (alrededor del 52% del total) se deberían distribuir entre los artistas que el usuario realmente escuchó. Si un suscriptor, por ejemplo, solo escuchó a determinado músico durante un mes, el importe total (5,19 dólares de una suscripción de 9,99 dólares) iría a su cuenta. De esa manera, se trataría que quienes escuchan menos recompensarían a sus artistas preferidos con regalías más altas. Quienes usan la música como música de fondo en sus actividades aportarían relativamente menos a cada artista.

El problema es que establecer límites mínimos para el costo del trabajo creativo, pueden reducir la cantidad de valor que se llevan quienes no tienen nada que ver con su creación. Al pensar en cómo implementarlos, se puede tomar como referencia a la Unión Europea que exige a sus países miembros a promulgar leyes que otorguen a los creadores el derecho a una remuneración apropiada y proporcionada cuando licencian o transfieren sus derechos exclusivos. Bajo dicha normativa, los creadores tienen derechos exclusivos sobre sus obras, lo que les permite controlar cómo se utilizan y recibir una remuneración por ello. La norma establece que los creadores deben recibir una remuneración apropiada y proporcionada por la explotación de sus obras; asimismo, exige a todos los Estados miembros de la Unión a garantizar que los creadores puedan negociar contratos justos con los explotadores de sus obras. También contempla que se de la transparencia en los contratos de explotación y restablecer el equilibrio entre el poder de negociación de los creadores y los explotadores.

En tal escenario, los creadores siguen transfiriendo sus derechos de autor, tal como se hacen en este momento; pero los sellos discográficos y editores deciden cómo explotarlos, nuevamente, igual que sucede en este momento. La parte sustancial y diferente está en que los creadores mantienen un derecho inalienable a un pago «apropiado y proporcionado» por el uso de su trabajo. Lo más importante es que esos derechos se pueden hacer cumplir directamente a plataformas como Spotify, Amazon, Netflix y YouTube. La nueva ley de la UE se aplica incluso a los contratos que ya se han decidido, lo que significa que los creadores no tendrán que esperar generaciones para aprovechar las protecciones mejoradas.

En fin, son maneras y caminos que se toman para paliar el huracán transformativo que generan las nueva tecnologías en el consumo y la creación artística. Pero en esto no hay magia ni puede ser la panacea para que los músicos puedan vivir de su arte, ya que las mismas tecnologías emergentes que dieron paso a las industrias creativas, que facilitaron que muchos devinieran en creadores, también han terminado por democratizar la creación musical y dar paso a una precarización del sector artístico.  

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Las trampas de Audible

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Desde principios del siglo XXI Amazon se percató de que los audios de libros podrían ser una veta de negocio, pero que no se podía usar el podcast para eso, por lo cual giró la cabeza hacia el pasado y se encontró que desde 1990 había empezado a generalizarse el intercambio de archivos de audio vía internet, posible en buena medida a la popularización del formato MP3 y de diversas plataformas de intercambio de tales archivos. De hecho, las grabaciones de libros ya eran algo conocido, desde 1932 se dieron las primera grabaciones de audiolibros que en ese entonces estaban destinadas a personas ciegas o con debilidad visual, que se respaldaban o grababan en discos de vinil. Pero tales grabaciones ampliaron su audiencia: gracias a que la primera masificación de internet trajo consigo la creación y popularización del formato MP3 se hizo factible el intercambio de archivos de audio, entre ellos los audiolibros.

En 1995 Don Katz fundó la empresa Audible que fue pensada exclusivamente para producir audiolibros, al grado que en 1997 ya había lanzado el primer reproductor digital portátil, el Audible Player, para comercializar audiolibros de manera masiva y, de paso, aceleró el intercambio de audiolibros. Pero en 13 años el negocio de Audible no mostró fuerza, por lo cual en 2008 Amazon aprovechó y la compró por casi 300 millones de dólares (shre.ink/oMNN). Con esa adquisición Amazon demostró que todo lo que tenga que ver con los libros es un terreno que tiene que dominar. Amazon no es solo un poderoso comprador de libros, también es un competidor directo de las editoriales; gracias a sus propios sellos editoriales, el mercado de autopublicación y sus producciones de Audible ha copado el negocio de los libros. Los datos que recopila de la competencia le otorgan una enorme ventaja sobre cualquier competidor.

La manera que las editoriales han tratado de enfrentarse a Amazon es convirtiéndose en gigantes de su sector, para lo cual se fusionan. Increíblemente, Penguin y Random House (las dos editoriales comerciales más grandes del mundo) se fusionaron en 2013 creando un gigante de escala escandalosa, y que ahora ha pasado a manos en su totalidad al conglomerado privado alemán Bertelsmann. Incluso este monstruo editorial estuvo a punto de hacerse con más músculo al querer adquirir Simon & Schuster, pero la operación fue frenada por las autoridades regulatorias.

No hay datos precisos sobre que tanto del mercado de audiolibros a escala mundial tiene Audible, en parte porque Amazon no brilla por la transparencia. Además, no pasemos por alto que Audible lo mismo ofrece audiolibros digitales, programas de radio y televisión, que podcasts y versiones en audio de algunas revistas y periódicos. Pero para darse una idea del peso de Audible en el mercado estadounidense, se dice que lo domina con aproximadamente 63% de ventas de audiolibros (shre.ink/oMVZ). No existe una cifra pública confiable y actualizada que ofrezca datos de los ingresos de Audible.

Lo que sí sabemos es que antes de 2014, Audible contaba con las mejores condiciones del sector para los autores: estas condiciones que existieron desde sus inicios hasta 2014 tenían como objetivo atraer a los creadores. La publicación de audiolibros digitales se puso en marcha muy rápidamente, con Amazon controlando el mercado, lo que les dio el poder de introducir condiciones y prácticas desfavorables posteriormente. Su catálogo consta de más de 800.000 títulos, de los cuales unos 3.000 son producciones creadas específicamente para formato de audio y no basadas en libros impresos o digitales previos (shre.ink/obte).

Audible inició de forma seductora ofreciendo a los autores el 40% de regalías siempre y cuando publicaran exclusivamente sus audiolibros en dicha plataforma. Pero el dulce se fue amargando con el correr del tiempo. Después de 2014 Audible modificó sus cláusulas, introdujo unas restrictivas; teóricamente mantiene a los proveedores atados mediante su estructura de regalías acompañadas de un requisito draconiano de que los libros permanezcan en la plataforma durante al menos siete años y el compromiso de que quien publica en dicha plataforma se abstendrá de litigios y demandas colectivas. Sin embargo, la falta de transparencia y en la manera nada pulcra con la cual Amazon opera sus plataformas derivó que a fines de 2020, la Alliance Independent Authors (AIA) denunciara un error en los informes de regalías que mostraba deducciones masivas por devoluciones de títulos.

En enero de 2021 la Authors Guild hizo una declaración en donde señala que desde octubre de 2020 se dio una falta de transparencia en los informes de la plataforma ACX (Intercambio de Creación de Audiolibros)/Audible, que se tradujo que entre 2024-2025 se presentara una demanda de autores independientes que acusaron a Amazon/Audible de prácticas monopolísticas en el mercado de audiolibros; además, la AIA hizo público que entre septiembre y octubre de 2020 se detectaron devoluciones de manera masiva de audiolibros que se presentaron en un solo día, de manera que se devolvían títulos adquiridos varios meses atrás y, por consiguiente, repercutía en las regalías a los autores.

Todo eso se derivó de que Audible prometió a sus clientes que podían devolver todos los libros que quisieran, incluso si los habían disfrutado, lo que fue resultado que Amazon/Audible sin previo aviso a los autores amplió el periodo de devolución de un audiolibro, que pasó de 90 días a 365 desde el momento de la compra, lo cual dio paso a que títulos vendidos varios meses atrás fueran devueltos y reembolsados, dañando a los autores. Para los escritores afectados eso fue una estafa, pero también afectó a narradores que trabajaron con autores de libros con base en el reparto de regalías. Audible creó esa política de devoluciones para retener a sus clientes y mantener a la competencia fuera del mercado, y con eso obligó a los más débiles de ese sistema, autores y creadores, a subvencionarla. Sin duda que eso fue benéfico para los consumidores y para Audible, pero desastroso para los escritores y narradores independientes. No se podría pedir un mejor ejemplo de cómo la prueba del «bienestar del consumidor» —la idea de que solo se combate a los monopolios cuando los consumidores sufren como resultado de sus acciones— convierte al público artístico en cómplice de programas que destruyen la vida de los trabajadores creativos.

Todavía Amazon paga a los autores el 70% de los ingresos de ventas de los libros autopublicados: mucho más de lo que su filial Audible paga por los audiolibros autopublicados. Pero cobrar y tener informes pormenorizados sobre el comportamiento de ventas no es fácil, para los autores requiere apoyo profesional. Pero esa generosa distribución de regalías de Amazon no está motivada por afanes altruistas. Más bien, está diseñada para debilitar a las editoriales mediante la creación de un mercado alternativo que las excluye por completo. Pero este es solo un ejemplo del atropello de estos gigantes a autores y creadores.

@tulios41

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Maniac, la genialidad y la locura

Las obras de Benjamín Labatut —Un verdor terrible (2020), La piedra de la locura (2021) o Maniac (2023)— son una continua exploración de cómo algunas de las mentes más brillantes de la ciencia moderna unen creatividad y demencia. Cerebros que refugian la locura y dan vida a ideas e invenciones perturbadoras. Mentes que en nombre de su genialidad se adentran a explorar lo incomprensible, a ir más allá de la frontera del conocimiento, franqueando los límites de la razón y en muchos casos terminan por pagar un alto precio.

En Maniac, Labatut continúa su camino exploratorio de algunas de las mentes más brillantes y perturbadas de la ciencia moderna, de quienes se asomaron a los límites del conocimiento y, en muchos casos, la humanidad lo pagó caro. Si en Un verdor terrible el autor chileno presentó una serie de postales sobre científicos que desafiaron el orden establecido, en Maniac profundiza en eso y se centra en la figura contradictoria de John von Neumann, el matemático húngaro-estadounidense cuyas contribuciones moldearon el siglo XX.

El título, Maniac, el mejor libro escrito hasta ahora del autor, tiene un carácter polisémico: por un lado, Maniac alude al nombre de una de las primeras computadoras electrónicas (Mathematical Analyzer Numerical Integrator and Computer) y con una arquitectura diseñada por Von Neumann; pero Maniac también es una palabra que evoca la manía, la obsesión, la locura que acompaña al genio en su forma más pura y destructiva. Para Labatut los genios humanos, con su mente privilegiada, tienen licencia para franquear los límites humanos, dar vida al «alto conocimiento» que se vincula al desenfreno mental.

El libro reúne múltiples voces y episodios para dar cuenta de cómo las grandes mentes son capaces de fundir delirio e inteligencia para dar vida a sus creaciones. Una de las partes de la obra está dedicada al físico austriaco Paul Ehrenfest, quizás la historia más tétrica y fascinante. Amigo de Einstein, Ehrenfest fue la viva imagen del científico humanista, para quien sus descubrimientos eran inseparables de las cuestiones morales; Ehrenfest, tuvo una vida atormentada, le tocó vivir en la época dorada de la física cuántica, del ascenso del nazismo; la mente y psicología de Ehrenfest eran inestables, sus crisis existenciales parecían desenvolverse de acuerdo al nuevo paradigma científico; para Ehrenfest que valoraba la claridad conceptual, los nuevos derroteros de la física le significaron un golpe demoledor; lo personal y lo científico era indisociable, al grado que sus elecciones morales no se sustraían de lo personal, ya que su hijo Vassily, con síndrome de Down, lo sumía en una angustia insoportable por el futuro de su hijo y eso lo condujo, en 1933 —con los nazis ya a la puerta del poder—, a matarlo y posteriormente suicidarse.

La mayor parte del libro se centra en John von Neumann, que es central en la manera en que el autor ve a la IA. Se describe la poderosa capacidad cognitiva de un auténtico atleta de la mente; desde temprana edad von Neumann demostró que era un portento de destreza mental, su mente era capaz de realizar cálculos complejos mentalmente y más rápido que cualquier persona que usara lápiz y papel; von Neumann, un genio que sus contribuciones se ramificaron a campos tan diversos como matemáticas puras, física cuántica, teoría de juegos, computación, economía, estrategia militar e IA; en Maniac se describe como von Neumann estaba rodeado de colegas que tenían por él una mezcla de admiración y terror, de estar frente a una mente fuera de serie e impredecible.

La última parte, «Lee o los delirios de la inteligencia artificial», aborda una partida de Go entre Lee Sedol, campeón surcoreano de Go, y AlphaGo, una IA creada por DeepMind, en donde convergen una batería de técnicas de IA y que destrozaron a Sedol, evidenciando que la inteligencia de silicio entraba a una nueva dimensión y rivalizaba con la humana. La IA al mismo tiempo fue tan humana ya que mostró «alucinaciones», que en vez de evidenciar errores de programación reflejó que la IA al engullir todo el saber humano, también es capaz de absorber la irracionalidad y locura humanas.

Labatut muestra cómo von Neumann, que jugó un papel clave en el Proyecto Manhattan y en el diseño de la bomba atómica, concibió las computadoras no simplemente como calculadoras rápidas, sino como máquinas universales capaces de simular cualquier proceso lógico. Pero si las computadoras eran máquinas universales capaces de simular cualquier proceso lógico, entonces era un artificio poderoso. Además, si los procesos cognitivos y la conciencia podían reducirse a algoritmos, si el cerebro era una máquina de procesamiento de información, como Neumann refería, entonces una máquina universal podía fácilmente reproducir la mente, por lo que se puede decir que sus experimentos con autómatas y sus teorías de autorreplicación fueron un adelanto de lo que hoy tenemos con la IA y toda esa cháchara sobre la singularidad.

En la parte última de Maniac, Labatut da un salto sorprendente: lo que inicialmente parece forzado, en realidad se trata de quitarle a la IA su aura de lógica perfecta y absoluta. Para él, la IA una vez que alcanza cierto nivel de complejidad, empieza a «independizarse», toma caminos que la llevan a producir errores creativos, alucinaciones o textos alejados de la verdad o del sentido común. Pero mal haríamos en pensar que las alucinaciones de las IAs son un fallo de hardware o software, en realidad son la expresión de que la conciencia de la máquina se hace realidad. El paso que va de Maniac a la IA es el camino que va de la etapa en donde el control y la precisión son supremos, a la pérdida de ese control, en donde la máquina ha superado a su creador y ahora produce resultados que no se pueden predecir ni explicar por completo. El paso dibujado por von Neumann de la mente biológica a la mente de silicio, es la historia de cómo el humano pasó de controlar sus creaciones a ser devorado por sus inventos.

Maniac dibuja como el arribo a la IA, es también la llegada a la era en donde el big data se hermana con la ficción, con el spam, con las alucinaciones y las pesadillas. La IA es un espejo deformado de la humanidad, que refleja todas nuestras contradicciones, sesgos y nuestra propia inclinación por deificar el delirio. En resumen, la parte última de Maniac no es solo la exploración directa de lo que es la IA, sino una meditación poética y aterradora sobre la conciencia artificial y lo que significa para la humanidad haber creado una mente que es capaz de reproducir sus propias locuras. Al final, la obra nos enseña las contradicciones humanas, como en nombre de un bien superior se coaligan mentes brillantes y el Estado para crear una bomba con el fin de que sea la solución humanista que la ciencia puede regalar a la humanidad para frenar el apetito expansionista de un orate totalitario que desea crear una raza humana superior, pero en su camino desarrolla una mente de silicio que replica los extravíos mentales de los humanos.

@tulios41

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La nueva era de TikTok

Desde su lanzamiento en 2016, TikTok creció como espuma, su propuesta de videos cortos de inmediato causó furor entre los jóvenes, al grado que a pesar de que hoy tiene una buena porción de usuarios arriba de 44 años, son las personas que oscilan entre 18-34 años quienes ocupan casi el 67% de la demografía de esa plataforma. Actualmente TikTok tiene más de 1.590 millones de usuarios. Los cinco principales países en millones de usuarios son: Estados Unidos (170), Indonesia (108) Brasil (91.7), México (85.4) y Pakistán (66.9).

En 2018 estuvo disponible TikTok en Estados Unidos, pero dos años después ya tenía sus primeras escaramuzas con el gobierno de Donald Trump, las cuales continuaron con la administración Biden y han dado paso, en fechas recientes, —después de amagues de cierre y del fin de operaciones de esa plataforma en Estados Unidos—, a su venta forzada; la plataforma, pasará a ser gestionada por un conjunto de empresas mayoritariamente estadounidenses.

La firma de la orden ejecutiva presidencial del 25 de septiembre marca un punto de inflexión en la historia de las plataformas digitales globales. Con esa decisión, el presidente Donald Trump autorizó la venta de las operaciones estadounidenses de TikTok a un consorcio de inversores nacionales, delineando así un nuevo capítulo en las tensiones entre Estados Unidos y China. Lo que resulta particularmente revelador en esta operación es la discrepancia entre las valoraciones financieras. Mientras que anteriormente TikTok en el mercado estadounidense se tasaba en aproximadamente 40 mil millones de dólares, la transacción actual estima su valor en 14 mil millones (shre.ink/ST3Q). Esta reducción sustancial invita a reflexionar sobre los factores políticos y regulatorios que pueden reconfigurar drásticamente el valor percibido de un activo digital. Para contextualizar esas cifras, conviene considerar que ByteDance, la corporación matriz, mantiene una valoración superior a los 330 mil millones de dólares, en tanto que TikTok por sí solo alcanza los 100 mil millones a nivel global.

El cronograma establecido para consumar esta transacción se extiende hasta la última semana de enero de 2026. Una vez finiquitada la operación, emergerá una entidad corporativa independiente que asumirá el control integral de las operaciones de TikTok en territorio estadounidense: desde la administración de datos de usuarios hasta la gestión del contenido y el desarrollo del software local. La estructura de gobernanza prevista contempla un consejo directivo de siete miembros, con una composición que garantiza la hegemonía estadounidense mediante seis representantes de ese país frente a un único delegado de ByteDance. Esta configuración no es casual, constituye el mecanismo mediante el cual se asegura que el rumbo estratégico de TikTok en Estados Unidos responda a intereses y prioridades locales, para consolidar una soberanía digital que trasciende la mera propiedad accionaria.

Esta operación constituye un síntoma elocuente de la actual deriva proteccionista de la política comercial estadounidense. Lo que presenciamos no es un caso aislado, sino la consolidación de un patrón sistemático: un cerco regulatorio que limita progresivamente el avance de las corporaciones tecnológicas chinas en el mercado estadounidense. El caso de TikTok funciona como señal de alerta para otras compañías de ese titán asiático, anunciando que sus aspiraciones de expansión enfrentarán un escrutinio regulatorio cada vez más exhaustivo y barreras de entrada progresivamente más infranqueables. Empresas emblemáticas como Huawei, Tencent y Alibaba han experimentado restricciones análogas. Lo que distingue al momento actual, es la sistematización de estas medidas en un marco más amplio de confrontación estratégica. Esto desemboca en una espiral de represalias recíprocas: las firmas estadounidenses que operan en China enfrentan obstáculos equivalentes. Esto evidencia que vivimos una fragmentación del ecosistema tecnológico global.

Algunos analistas han interpretado este movimiento como un acuerdo tácito entre Trump y Xi Jinping para dividirse la demografía de TikTok en esferas geopolíticas diferenciadas. Sin embargo, esta lectura simplifica una realidad más cruda: lo que Estados Unidos no logra contener mediante la innovación, lo neutraliza a través de medidas discrecionales que clausuran mercados y cancelan operaciones de firmas chinas bajo el amparo de la seguridad nacional, mientras simultáneamente blinda a sus propias corporaciones. Esta estrategia se extiende más allá de su territorio; Estados Unidos instrumentaliza su posición dominante en tratados comerciales —como el T-MEC con México y Canadá— para erigir barreras indirectas contra productos chinos.

Recordemos el paradigmático affaire de Huawei. En 2019, Trump prohibió la comercialización de dispositivos de esa compañía argumentando riesgos de espionaje de Huawei a favor de China. Pero el trasfondo era innegable: Huawei lideraba la tecnología 5G, ocupaba el segundo lugar mundial en fabricación de smartphones y competía directamente en el segmento premium de Apple, al que incluso había desplazado del mercado chino. La prohibición hizo que Google vetara el uso de Android en equipos Huawei, erosionando su atractivo en mercados internacionales. Esa intervención regulatoria, presentada como defensa de la seguridad nacional, en la práctica fue un mecanismo que benefició a Apple en los mercados donde Huawei tenía su mayor expansión fuera de China.

No olvidemos que las plataformas chinas encabezan actualmente la innovación digital al integrar entretenimiento, comercio electrónico y servicios múltiples en las llamadas superapps. WeChat inauguró este modelo en 2011, fusionando mensajería, pagos digitales y trámites diversos, mientras TikTok avanza por ese camino donde las empresas estadounidenses han fracasado repetidamente.

El caso TikTok —junto al de Huawei— evidencia que la competencia trasciende lo empresarial para convertirse en un choque entre modelos de desarrollo tecnológico. Estados Unidos busca preservar el dominio de sus corporaciones (Apple, Google, Microsoft) e impedir que China alcance autonomía en semiconductores, 5G e inteligencia artificial. Esa geopolítica condensa las tensiones entre ambas potencias en materia tecnológica y de seguridad nacional, aunque resulta paradójico que los Murdoch —propietarios de Fox News, célebres por el espionaje ilegal— participen en la futura gestión del TikTok estadounidense.

Este diferendo expresa, en última instancia, la balcanización que vive el ciberespacio y donde los Estados moldean cada vez más el acceso a contenidos e información. Pero el futuro de TikTok permanece incierto: China insiste en retener el control del algoritmo de recomendación, por lo que no es improbable la negociación de una licencia en lugar de una transferencia completa a la entidad estadounidense, ya que eso forma parte de la modulación en el acceso a los contenidos. 

@tulios41

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Leyes y censura digital

sábado, 27 de septiembre de 2025


La inquietud sobre la privacidad en el entorno digital no es un fenómeno reciente, sino una premonición que germinó en los inicios de la red. Ya en la época de Arpanet, la rudimentaria precursora de internet concebida en la década de 1960, algunas voces académicas anticipaban los riesgos inherentes a la comunicación digital. En 1975, Tad Szulc publicó un artículo en The Washington Monthly advirtiendo que la red tenía el potencial de ser usada por agencias de inteligencia, como la CIA o el FBI, para fines de vigilancia local. A pesar de que la preocupación no era generalizada entre sus pocos usuarios, los expertos en temas de privacidad ya veían en el horizonte el sombrío espectro de la vigilancia gubernamental con las redes de cómputo (shre.ink/ShjR).

Hoy, la red se ha convertido en la plataforma que une a la sociedad global. Internet y la cultura digital alcanzan una masificación sin precedentes. Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), 5.5 mil millones de personas en el mundo son usuarios de internet y existen 5.76 mil millones de usuarios de teléfonos móviles. México, de acuerdo con Global Digital Insights, refleja esa tendencia con el 96.5% de su población usuaria de telefonía móvil y 110 millones de usuarios de internet. Vivimos, como si se tratara de una parodia del pensamiento de Gianni Vattimo, en la era de la «sociedad de la transparencia», una paradoja en la que, a pesar de esa transparencia y conectividad, hemos perdido la certeza sobre el destino de nuestros datos personales. Mientras algunos residen en nuestros dispositivos, una vasta y creciente porción se disuelve en el éter digital, queda almacenado en servidores cuya ubicación y uso desconocemos. La digitalización masiva ha transformado la vigilancia, pasó de ser una preocupación de expertos a una condición cotidiana. La huella digital de cada individuo —desde sus transacciones bancarias hasta sus conversaciones privadas y sus patrones de navegación— son activos de gran valor, no solo para las empresas, sino también para los gobiernos.

Con la masificación y expansión de los servicios en línea, la privacidad dejó de ser un tema exclusivo de especialistas para convertirse en una preocupación central para organizaciones civiles y usuarios de diversas plataformas. Es bien sabido que las empresas ofrecen almacenamiento y servicios gratuitos, ya que los datos generados por los usuarios alimentan sus bolsillos. Compañías como Google y Meta, por ejemplo, proporcionan servicios «gratuitos» a cambio de datos que usan para vender publicidad dirigida, desarrollar nuevos emprendimientos... Pero desde hace rato las mismas entidades estatales usan la red para acopiar datos de los ciudadanos.

En México, se observa una contradicción notable en el discurso sobre la privacidad y los derechos humanos. Aquellos que en el pasado defendían con vehemencia el control de las personas de su información personal, abogando por el derecho a la privacidad como pilar fundamental de la libertad de expresión  y de la misma dignidad humana, han modificado su postura al integrarse al oficialismo. Hoy, argumentan que la privacidad carece de relevancia en relación con los derechos humanos; como representan al «pueblo bueno» en el poder, no debe temerse que el Estado acopie datos personales. Un ejemplo reciente de ese apetito lo ilustra que desde el mes que corre, arrancó el programa piloto para el Registro de Usuarios de Telefonía Móvil, la idea es que para mediados del año próximo toda línea que no esté asociada a un usuario final, a sus CURPs, será suspendida. Esta disposición, enmarcada como una iniciativa de seguridad pública y telecomunicaciones, busca combatir la delincuencia mediante un mayor control sobre la identidad de los usuarios. Incluso se dice que es una medida nada comparable a otras similares que fueron impulsadas en el pasado, pero han sido superadas con creces.

La privacidad, lejos de ser un concepto abstracto, está intrínsecamente ligada a la dignidad humana y al ejercicio pleno de los derechos fundamentales. En este sentido, el debate actual en México no solo refleja un cambio en las posturas de ciertos actores políticos, sino que también invita a reflexionar sobre las implicaciones a largo plazo de sacrificar la privacidad en aras de la seguridad. El gobierno en turno conforma un ecosistema digital caracterizado por una centralización de datos personales y biométricos (huellas, rostro). La implementación de herramientas como Llave MX (que exige la CURP y número de teléfono móvil) para tramitar una acta de nacimiento en línea, o la obligatoriedad para 2026 de la CURP con fotografía y datos biométricos, pasando por las recientes medidas fiscales —aunque aún no aprobadas y posiblemente se retirarán— que exigen a las plataformas de streaming y comercio electrónico un acceso en tiempo real a los registros de sus usuarios en México, no son incidentes aislados.

Lo anterior es una manifestación de una tendencia gubernamental que busca expandir su control, difuminando la línea entre la fiscalización y la vigilancia. Si bien se presentan como soluciones para combatir la evasión fiscal o el crimen, la historia sugiere que tales medidas pueden ser el preámbulo de un control más estricto sobre los ciudadanos, con graves implicaciones para la libertad política y de expresión.

Cuando el Estado centraliza y accede a la información personal de los ciudadanos, crea un perfil detallado de su vida, sus hábitos y sus interacciones. El argumento de la seguridad nacional o la eficiencia fiscal se usan a menudo como mera justificación. Sin embargo, este poder, una vez en manos del gobierno, puede ser tentador de usar para fines más allá de los declarados. La historia de proyectos como el Renaut y el Panaut, los amagues del Código Fiscal en México sobre el rastreo y bloqueo de plataformas digitales o el suprimido artículo 109 de la Ley de Telecomunicaciones, son ejemplos de ese patrón. Más allá de que tales medidas se proponen para resolver el problema delictivo, esos mecanismos generan desconfianza, pueden ser disuasorios de la libertad de expresión y, de paso, demandar robustos mecanismos de protección de esos datos.

Diversos organismos civiles de nuestro país han advertido que las regulaciones referidas y las de internet en curso —además de la reforma judicial y la electoral que se avecina— conducen a una erosión fulminante de la democracia mexicana. La paradoja es que todavía no hemos tocado fondo, ya que se prepara en el Senado la Ley Nacional en Ciberseguridad y legislación en materia de libertad de expresión, lo que puede terminar siendo la cereza del pastel para coronar la implementación de la censura en el ciberespacio.

@tulios41

 Publicado en La Jornada Morelos

 
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