El despliegue de internet en su
primera masificación se dio de la mano del optimismo. A fines de los años 80 y
principios de los 90 dominaba la fe en el futuro, se veía ausente de conflictos
y disputas estériles por modelos económicos e ideologías. Primero fueron las
comunidades virtuales estilo Well que dieron fe de eso con sus interacciones digitales,
casi al mismo tiempo hacia agua la Guerra Fría y se caía en un abrir y cerrar
de ojos el Muro de Berlín, seguido por la desaparición de la URSS. Selló esa
euforia Francis Fukuyama al hablar del fin de la historia: él refería que con
el colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría, la humanidad había alcanzado
el fin de las disputas ideológicas. Para él, la democracia y el capitalismo
habían demostrado ser el sistema político y económico más exitoso y robusto.
Se pensaba en la idea de
universalización de la democracia liberal y del capitalismo, se consideraba de
forma entusiasta que las causas principales de los conflictos entre naciones
(ideología, religión y competencia económica) pasarían al olvido, las naciones
emprenderían una era de paz, cooperación internacional y prosperidad, ya que
las naciones democráticas y capitalistas no tendrían incentivos para luchar
entre sí. Al mismo tiempo, Berners-Lee daba a conocer en los 90 la Web, que aceitaría
el optimismos de que una nueva era de comunicación y entendimiento llegaba con
internet. Así, una sociedad democrática se definía tanto por el derecho al voto
como por la facilidad del diálogo público. En la medida que los derroteros de
la democracia dependían en gran medida de la salud de los medios de
comunicación y de la cultura del debate que fomentan, entonces internet ocuparía
lugar central. No se imaginó que internet tuviera implicaciones para la salud
de la democracia.
Se reforzó la idea de que para
alcanzar una mayor calidad democrática se requería transparentar el uso de los
recursos públicos, de la manera en que se usaba el dinero de los contribuyentes
y se desplegó a lo largo del planeta la idea de la transparencia que podía ser
potenciada con el uso de internet. Al mismo tiempo, las naciones pactaban las coaliciones
económicas para la cooperación y el comercio global.
La mayoría de los ciudadanos de
los países del Este tenían en la cabeza una idea de liberación que estaba lejos
de anhelar una competencia económica, ellos se imaginaban seguir contando con
los servicios sociales gratuitos, empleo asegurado, alquileres bajos y otros
beneficios que ofrecía el sistema comunista. Para ellos «Europa» era una imagen
difusa, se la imaginaban que representaba bienestar y seguridad, libertad y
protección. Pensaban que sería factible conservar las ventajas del socialismo y
disfrutar al mismo tiempo la libertad occidental y su consumo. Eran sueños que
luego devinieron en pesadillas y hoy muchos buscan exorcizarlas acercándose a propuestas
políticas que proponen detonar el entramado liberal.
La creencia en un futuro
optimista, donde ciertas expresiones políticas habían quedado relegadas al
pasado, se vio alimentada por la confianza en el poder transformador de la
tecnología. Se esperaba que la misma condujera a un mundo más democrático y
confiable. Pero como gólems, las pesadillas del pasado resucitan y sacuden los
cimientos de las democracias occidentales.
Occidente y Estados Unidos pasaron
por alto la matanza y represión que el régimen chino efectuó en junio de 1999
en la Plaza de Tiananmén. La vieron como una violación de derechos humanos,
pero fieles a la denominada «teoría de la modernización» partían de que todas
las sociedades que se industrializaban y, en consecuencia, enriquecían a un
sector de sus ciudadanos, acababan siendo democracias liberales semejantes a
las occidentales. Pero el Partido Comunista chino afianzó su monopolio del
poder, desmintió esa teoría y aprovechó todo el know how que le
transfirió Estados Unidos vía el offshoring de los años 70, para
convertirse en una potencia económica mundial que hoy desafía a Estados Unidos
en el campo de la ciencia y las tecnologías de punta.
Se creyó que contar en el siglo
XXI con herramientas interactivas de comunicación como las redes sociales
robustecerían la democracia. De acuerdo con Zac Gershberg y Sean Illin, la
paradoja fundamental de la democracia consiste en que hace de la comunicación
libre y abierta algo indispensable para su funcionamiento, pero esa misma
libertad se convierte en una fuente de vulnerabilidad interna. Esa
contradicción representa el corazón mismo de la democracia y no tiene solución
ni puede eludirse. En esencia, la libertad de expresión, pilar esencial del
sistema democrático, es el punto más frágil, ya que su ejercicio pleno y sin
restricciones tiene el potencial de socavarla desde dentro.
Hoy internet ha sido el recurso
preferido que ha usado el fundamentalismo islámico, pero sobre todo la plaga
populista mundial, de derecha e izquierda. Internet, las redes sociales
particularmente e incluso la inteligencia artificial, han proporcionado a los grupos
populistas herramientas poderosas para difundir su mensaje, movilizar apoyos y
desafiar a las instituciones establecidas; han aprovechado los malestares
sociales y el desgarramiento del tejido social para captar seguidores. El
populismo desafía a la democracia, habla en nombre del pueblo, tiene vocación para
polarizar, propaga desinformación y erosiona el debate público. Populismo e
internet han conformado un binomio indisociable. Así internet, que fue vista
como herramienta poderosa de globalización, hoy es el principal difusor de
ideas nacionalistas y de proteccionismo económico que pulveriza el optimismo
noventero por la red y la globalización.
Internet y las nuevas
tecnologías de verse como cuna de democratización y libertad, han pasado en
corto tiempo a convertirse en espacio para el surgimiento de magnates retrógrados.
Por ejemplo, eso puede verse con el cambio de papeles desempeñado por los
líderes tecnológicos. Tanto Bill Gates como Steve Jobs fueron visionarios con
una notable arrogancia, cuyas innovaciones revolucionaron industrias completas.
Sin embargo, su arrogancia estaba contenida dentro de un marco específico: la
creación de productos y sistemas que, en última instancia, tenían un propósito
funcional y comercial. Pero Elon Musk ha llevado su soberbia a un nivel nunca
antes visto, no solo por su influencia en diversos sectores —desde la industria
automotriz hasta la exploración espacial—, sino también por su comportamiento
en X, su red social, donde muestra su creencia de ser un visionario iluminado y
un líder mesiánico de la ultraderecha populista global. Musk está obsesionado
en su «misión» de desmantelar el Estado de Estados Unidos mediante un agresivo
proceso de desregulación económica, todos los días hace gala de su
incontinencia mental. La aventura de Musk en Doge pulveriza cualquier
optimismo, ya que tendrán consecuencias terribles para la sociedad
estadounidense y para el futuro de la democracia en esa nación.
Publicado en La Jornada Morelos
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