La inquietud sobre la
privacidad en el entorno digital no es un fenómeno reciente, sino una
premonición que germinó en los inicios de la red. Ya en la época de Arpanet, la
rudimentaria precursora de internet concebida en la década de 1960, algunas
voces académicas anticipaban los riesgos inherentes a la comunicación digital.
En 1975, Tad Szulc publicó un artículo en The
Washington Monthly advirtiendo que la red tenía el potencial de ser usada
por agencias de inteligencia, como la CIA o el FBI, para fines de vigilancia
local. A pesar de que la preocupación no era generalizada entre sus pocos
usuarios, los expertos en temas de privacidad ya veían en el horizonte el
sombrío espectro de la vigilancia gubernamental con las redes de cómputo (shre.ink/ShjR).
Hoy, la red se ha convertido en
la plataforma que une a la sociedad global. Internet y la cultura digital
alcanzan una masificación sin precedentes. Según la Unión Internacional de
Telecomunicaciones (UIT), 5.5 mil millones de personas en el mundo son usuarios
de internet y existen 5.76 mil millones de usuarios de teléfonos móviles.
México, de acuerdo con Global Digital Insights, refleja esa tendencia con el
96.5% de su población usuaria de telefonía móvil y 110 millones de usuarios de
internet. Vivimos, como si se tratara de una parodia del pensamiento de Gianni
Vattimo, en la era de la «sociedad de la transparencia», una paradoja en la
que, a pesar de esa transparencia y conectividad, hemos perdido la certeza
sobre el destino de nuestros datos personales. Mientras algunos residen en
nuestros dispositivos, una vasta y creciente porción se disuelve en el éter
digital, queda almacenado en servidores cuya ubicación y uso desconocemos. La
digitalización masiva ha transformado la vigilancia, pasó de ser una
preocupación de expertos a una condición cotidiana. La huella digital de cada
individuo —desde sus transacciones bancarias hasta sus conversaciones privadas
y sus patrones de navegación— son activos de gran valor, no solo para las
empresas, sino también para los gobiernos.
Con la masificación y expansión
de los servicios en línea, la privacidad dejó de ser un tema exclusivo de
especialistas para convertirse en una preocupación central para organizaciones
civiles y usuarios de diversas plataformas. Es bien sabido que las empresas
ofrecen almacenamiento y servicios gratuitos, ya que los datos generados por
los usuarios alimentan sus bolsillos. Compañías como Google y Meta, por
ejemplo, proporcionan servicios «gratuitos» a cambio de datos que usan para
vender publicidad dirigida, desarrollar nuevos emprendimientos... Pero desde hace
rato las mismas entidades estatales usan la red para acopiar datos de los
ciudadanos.
En México, se observa una
contradicción notable en el discurso sobre la privacidad y los derechos
humanos. Aquellos que en el pasado defendían con vehemencia el control de las
personas de su información personal, abogando por el derecho a la privacidad
como pilar fundamental de la libertad de expresión y de la misma dignidad humana, han modificado
su postura al integrarse al oficialismo. Hoy, argumentan que la privacidad
carece de relevancia en relación con los derechos humanos; como representan al «pueblo
bueno» en el poder, no debe temerse que el Estado acopie datos personales. Un
ejemplo reciente de ese apetito lo ilustra que desde el mes que corre, arrancó
el programa piloto para el Registro de Usuarios de Telefonía Móvil, la idea es
que para mediados del año próximo toda línea que no esté asociada a un usuario
final, a sus CURPs, será suspendida. Esta disposición, enmarcada como una
iniciativa de seguridad pública y telecomunicaciones, busca combatir la
delincuencia mediante un mayor control sobre la identidad de los usuarios. Incluso
se dice que es una medida nada comparable a otras similares que fueron impulsadas
en el pasado, pero han sido superadas con creces.
La privacidad, lejos de ser un
concepto abstracto, está intrínsecamente ligada a la dignidad humana y al
ejercicio pleno de los derechos fundamentales. En este sentido, el debate
actual en México no solo refleja un cambio en las posturas de ciertos actores
políticos, sino que también invita a reflexionar sobre las implicaciones a
largo plazo de sacrificar la privacidad en aras de la seguridad. El gobierno en
turno conforma un ecosistema digital caracterizado por una centralización de
datos personales y biométricos (huellas, rostro). La implementación de
herramientas como Llave MX (que exige la CURP y número de teléfono móvil) para
tramitar una acta de nacimiento en línea, o la obligatoriedad para 2026 de la CURP
con fotografía y datos biométricos, pasando por las recientes medidas fiscales —aunque
aún no aprobadas y posiblemente se retirarán— que exigen a las plataformas de streaming
y comercio electrónico un acceso en tiempo real a los registros de sus usuarios
en México, no son incidentes aislados.
Lo anterior es una manifestación
de una tendencia gubernamental que busca expandir su control, difuminando la
línea entre la fiscalización y la vigilancia. Si bien se presentan como
soluciones para combatir la evasión fiscal o el crimen, la historia sugiere que
tales medidas pueden ser el preámbulo de un control más estricto sobre los
ciudadanos, con graves implicaciones para la libertad política y de expresión.
Cuando el Estado centraliza y
accede a la información personal de los ciudadanos, crea un perfil detallado de
su vida, sus hábitos y sus interacciones. El argumento de la seguridad nacional
o la eficiencia fiscal se usan a menudo como mera justificación. Sin embargo,
este poder, una vez en manos del gobierno, puede ser tentador de usar para
fines más allá de los declarados. La historia de proyectos como el Renaut y el Panaut,
los amagues del Código Fiscal en México sobre el rastreo y bloqueo de
plataformas digitales o el
suprimido artículo 109 de la Ley de Telecomunicaciones, son ejemplos de ese
patrón. Más allá de que tales medidas se proponen para resolver el problema
delictivo, esos mecanismos generan desconfianza, pueden ser disuasorios de la
libertad de expresión y, de paso, demandar robustos mecanismos de protección de
esos datos.
Diversos organismos civiles de
nuestro país han advertido que las regulaciones referidas y las de internet en
curso —además de la reforma judicial y la electoral que se avecina— conducen a
una erosión fulminante de la democracia mexicana. La paradoja es que todavía no
hemos tocado fondo, ya que se prepara en el Senado la Ley Nacional en
Ciberseguridad y legislación en materia de libertad de expresión, lo que puede
terminar siendo la cereza del pastel para coronar la implementación de la
censura en el ciberespacio.
@tulios41