Leyes y censura digital

sábado, 27 de septiembre de 2025


La inquietud sobre la privacidad en el entorno digital no es un fenómeno reciente, sino una premonición que germinó en los inicios de la red. Ya en la época de Arpanet, la rudimentaria precursora de internet concebida en la década de 1960, algunas voces académicas anticipaban los riesgos inherentes a la comunicación digital. En 1975, Tad Szulc publicó un artículo en The Washington Monthly advirtiendo que la red tenía el potencial de ser usada por agencias de inteligencia, como la CIA o el FBI, para fines de vigilancia local. A pesar de que la preocupación no era generalizada entre sus pocos usuarios, los expertos en temas de privacidad ya veían en el horizonte el sombrío espectro de la vigilancia gubernamental con las redes de cómputo (shre.ink/ShjR).

Hoy, la red se ha convertido en la plataforma que une a la sociedad global. Internet y la cultura digital alcanzan una masificación sin precedentes. Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), 5.5 mil millones de personas en el mundo son usuarios de internet y existen 5.76 mil millones de usuarios de teléfonos móviles. México, de acuerdo con Global Digital Insights, refleja esa tendencia con el 96.5% de su población usuaria de telefonía móvil y 110 millones de usuarios de internet. Vivimos, como si se tratara de una parodia del pensamiento de Gianni Vattimo, en la era de la «sociedad de la transparencia», una paradoja en la que, a pesar de esa transparencia y conectividad, hemos perdido la certeza sobre el destino de nuestros datos personales. Mientras algunos residen en nuestros dispositivos, una vasta y creciente porción se disuelve en el éter digital, queda almacenado en servidores cuya ubicación y uso desconocemos. La digitalización masiva ha transformado la vigilancia, pasó de ser una preocupación de expertos a una condición cotidiana. La huella digital de cada individuo —desde sus transacciones bancarias hasta sus conversaciones privadas y sus patrones de navegación— son activos de gran valor, no solo para las empresas, sino también para los gobiernos.

Con la masificación y expansión de los servicios en línea, la privacidad dejó de ser un tema exclusivo de especialistas para convertirse en una preocupación central para organizaciones civiles y usuarios de diversas plataformas. Es bien sabido que las empresas ofrecen almacenamiento y servicios gratuitos, ya que los datos generados por los usuarios alimentan sus bolsillos. Compañías como Google y Meta, por ejemplo, proporcionan servicios «gratuitos» a cambio de datos que usan para vender publicidad dirigida, desarrollar nuevos emprendimientos... Pero desde hace rato las mismas entidades estatales usan la red para acopiar datos de los ciudadanos.

En México, se observa una contradicción notable en el discurso sobre la privacidad y los derechos humanos. Aquellos que en el pasado defendían con vehemencia el control de las personas de su información personal, abogando por el derecho a la privacidad como pilar fundamental de la libertad de expresión  y de la misma dignidad humana, han modificado su postura al integrarse al oficialismo. Hoy, argumentan que la privacidad carece de relevancia en relación con los derechos humanos; como representan al «pueblo bueno» en el poder, no debe temerse que el Estado acopie datos personales. Un ejemplo reciente de ese apetito lo ilustra que desde el mes que corre, arrancó el programa piloto para el Registro de Usuarios de Telefonía Móvil, la idea es que para mediados del año próximo toda línea que no esté asociada a un usuario final, a sus CURPs, será suspendida. Esta disposición, enmarcada como una iniciativa de seguridad pública y telecomunicaciones, busca combatir la delincuencia mediante un mayor control sobre la identidad de los usuarios. Incluso se dice que es una medida nada comparable a otras similares que fueron impulsadas en el pasado, pero han sido superadas con creces.

La privacidad, lejos de ser un concepto abstracto, está intrínsecamente ligada a la dignidad humana y al ejercicio pleno de los derechos fundamentales. En este sentido, el debate actual en México no solo refleja un cambio en las posturas de ciertos actores políticos, sino que también invita a reflexionar sobre las implicaciones a largo plazo de sacrificar la privacidad en aras de la seguridad. El gobierno en turno conforma un ecosistema digital caracterizado por una centralización de datos personales y biométricos (huellas, rostro). La implementación de herramientas como Llave MX (que exige la CURP y número de teléfono móvil) para tramitar una acta de nacimiento en línea, o la obligatoriedad para 2026 de la CURP con fotografía y datos biométricos, pasando por las recientes medidas fiscales —aunque aún no aprobadas y posiblemente se retirarán— que exigen a las plataformas de streaming y comercio electrónico un acceso en tiempo real a los registros de sus usuarios en México, no son incidentes aislados.

Lo anterior es una manifestación de una tendencia gubernamental que busca expandir su control, difuminando la línea entre la fiscalización y la vigilancia. Si bien se presentan como soluciones para combatir la evasión fiscal o el crimen, la historia sugiere que tales medidas pueden ser el preámbulo de un control más estricto sobre los ciudadanos, con graves implicaciones para la libertad política y de expresión.

Cuando el Estado centraliza y accede a la información personal de los ciudadanos, crea un perfil detallado de su vida, sus hábitos y sus interacciones. El argumento de la seguridad nacional o la eficiencia fiscal se usan a menudo como mera justificación. Sin embargo, este poder, una vez en manos del gobierno, puede ser tentador de usar para fines más allá de los declarados. La historia de proyectos como el Renaut y el Panaut, los amagues del Código Fiscal en México sobre el rastreo y bloqueo de plataformas digitales o el suprimido artículo 109 de la Ley de Telecomunicaciones, son ejemplos de ese patrón. Más allá de que tales medidas se proponen para resolver el problema delictivo, esos mecanismos generan desconfianza, pueden ser disuasorios de la libertad de expresión y, de paso, demandar robustos mecanismos de protección de esos datos.

Diversos organismos civiles de nuestro país han advertido que las regulaciones referidas y las de internet en curso —además de la reforma judicial y la electoral que se avecina— conducen a una erosión fulminante de la democracia mexicana. La paradoja es que todavía no hemos tocado fondo, ya que se prepara en el Senado la Ley Nacional en Ciberseguridad y legislación en materia de libertad de expresión, lo que puede terminar siendo la cereza del pastel para coronar la implementación de la censura en el ciberespacio.

@tulios41

 Publicado en La Jornada Morelos

La economía colaborativa


Hoy el mundo laboral no puede ser entendido sin la denominada economía colaborativa, que ya alcanza a una porción significativa de personas a escala mundial que directa o indirectamente usan los múltiples servicios o plataformas dedicadas a la susodicha economía. Debe recordarse que los términos economía colaborativa y economía gig están entrelazados, aunque el primero surgió con el despertar del siglo XXI, el segundo nació y se popularizó en 2008 con la irrupción de plataformas digitales, que conectan a trabajadores independientes con tareas específicas, transformando el mercado laboral y ofreciendo una alternativa al trabajo tradicional.

La economía colaborativa es un modelo que propone el uso compartido, el intercambio, alquiler o venta de recursos privados subutilizados, en donde se puede dar o no una contraprestación económica. Al inicio, la economía compartida se difundió como una manera de tener un trabajo/ingreso complementario y con trabajos esporádicos. Previo a esa clasificación surgieron sitios que embonaban con la filosofía de compartir y todo lo que después retomó la economía colaborativa. El espectro es amplio, aquí nos centraremos en los que tienen que ver con los alquileres temporales de espacios físicos, uno de los primeros fue Couchsurfing.com, imitado después por Airbnb y lanzados para ganar un dinero y complementar los ingresos tradicionales, al tiempo que proporcionan a terceros acceso a espacios y hospedaje a precios reducidos.

Un caso paradigmático fue Craiglist, lanzado en los años 90 con el objetivo de proporcionar una manera útil y sin fines de lucro el intercambio de información y difusión de eventos de forma local, en la Bahía de San Francisco particularmente. Craigslist o la misma Couchsurfing, pretendían reducir los gastos del consumidor y ser una alternativa a la dinámica de consumo capitalista. Los centros de recursos comunitarios y los trueques permitían a los usuarios acceder a productos baratos o gratuitos. Poco después, Craiglist le arrebató a los medios impresos la modalidad de sus ingresos por la promoción de anuncios (aviso oportuno), pero al mismo tiempo empezó a ser fuente de inspiración en el intercambio y renta de espacios, conocido como la era del bed and breakfast.

Eso inspiró el surgimiento de sitios como Airbnb, que nació como modelo de bed and breakfast, pero con la peculiaridad de que por un lado era un complemento a los ingresos de las personas, pero al mismo tiempo el compartir un cuarto y desayuno con otros era una manera de que las personas tuvieran un contacto directo, amigable, alternativo tanto en costo como en interacción que un hotel o cualquier sitio de hospedaje convencional. Así que en 2007 Brian Chesky y Joe Gebbia —fundadores de Airbnb— se les ocurrió crear un sitio, «Air Bed and Breakfast», para alquilar colchones inflables en su apartamento a asistentes de una conferencia que no podían tener espacio por la saturación que se vivía en los hoteles. Su ocurrencia fue un éxito, vieron que se podía tener ingresos alquilando recámaras no ocupadas en sus departamentos.

Después el nombre se recortó, a Airbnb, acrónimo de «Air Bed and Breakfast», que pronto se convirtió en una referencia que ha terminado por trastocar la industria de alquileres a corto plazo y el mismo sector hotelero.  Airbnb fue promotor de una versión sui generis, pero moderna y accesible del concepto clásico de hospedaje con desayuno incluido. El éxito de Airbnb al poco tiempo fue evidente, ya que se extendió rápidamente por Estados Unidos y el planeta, fue una alternativa para mochileros y gente con pocos recursos, que buscaban modelos novedoso de hospedaje, además era ideal para quienes rentaban ya que no pagaban impuestos y el sitio se abrió camino para aprovechar las lagunas jurídicas y propalarse, pero al mismo tiempo empezaron a surgir quienes lo vieron como una buena manera de obtener ingresos y se trastocó la idea original de crear un espacio compartido donde tanto anfitriones como huéspedes pudieran interactuar, conocerse y compartir experiencias culturales.

En sus orígenes, hospedar en Airbnb no era compartir sólo el espacio habitado. El hospedaje ofrecía que al tener personas compartiendo espacio en su hogar, Airbnb proporcionaba a los anfitriones la oportunidad de conocer e interactuar con personas de otras ciudades o países. Así que el concepto iba más allá del simple alojamiento; el ethos Airbnb era que los anfitriones compartían su manera de ser, su forma de vivir, su autenticidad con los huéspedes, los introducían en la cultura local, les sugerían actividades únicas y mejorar las experiencias de estadía de sus huéspedes. Sin embargo, estudios como los de Alexandrea J. Ravenelle (Precariedad y pérdida de derechos) indican que la disponibilidad y accesibilidad de vivienda se vieron comprometidas cuando las unidades habitacionales se convirtieron en alojamientos de corto plazo, trastocando la economía local.

La idea original era darle a las personas la oportunidad de que tuvieran un ingreso, pero lo que aconteció fue que estructuras inmobiliarias empezaron a concentrar departamentos en edificios, casas para arrendar bajo la modalidad de estadías cortas, trastocando por completo las ya de por si afectadas dinámicas de alquiler en diversas zonas, generando o siendo uno más de los factores que han dado paso a la denominada gentrificación. Hoy día los anfitriones de Airbnb no suelen «compartir» su casa o «albergar huéspedes», sino alquilar su vivienda a precios que han dejado de ser una alternativa respecto a los hospedajes tradicionales, ya son tan onerosos como cualquier hotel. Es una transformación que erosionó la filosofía original de intercambio cultural y hospedaje accesible, convirtiéndose en un mecanismo que contribuye a la desigualdad habitacional y la gentrificación urbana.

Hoy ya no se trata de compartir espacios y cultura, sino de establecer operaciones comerciales a gran escala con compañías enteras que actúan como intermediarios, manejando múltiples propiedades y con operaciones diarias para asegurar una experiencia rentable para los propietarios. Eso no quiere decir que no exista una porción de usuarios propietarios de sus propios espacios, que gestionen ellos mismo la renta de habitación vía Airbnb, pero el grueso está lejos del modelo de anfitrión individual que compartía su hogar.

Lo cierto es que la economía colaborativa, conformada por un nebuloso conjunto de plataformas y aplicaciones en línea, que prometieron trascender el capitalismo en favor de la comunidad no terminó en eso. No se cumplió la idea de que serviría para fortalecer la comunidad, revertir la desigualdad económica, detener la destrucción ecológica, contrarrestar el apetito materialista, empoderar a los pobres y llevar el espíritu emprendedor a las masas. La economía colaborativa no fue la panacea para los males de la sociedad moderna, al final ha terminado propagando el precariado y trastocando las dinámicas espaciales en las urbes.

*@tulios41

Publicado en La Jornada Morelos

 
Creada por laeulalia basada en la denim de blogger.