La era de la posverdad

sábado, 1 de abril de 2017

El concepto de "posverdad" se empezó a popularizar en 2016 con el Brexit y el pasado proceso electoral estadunidense. En ambos casos, los rumores y las fake news al parecer fueron más importantes para millones de personas que las noticias verídicas.
Como constancia de su efecto, ese mismo año el Diccionario Oxford incluyó el término posverdad como una de las palabras del año, destacando que el término describe cómo las noticias falsas terminan por modelar el imaginario colectivo, al afectar las conductas sociales. La posverdad define una tendencia psicosocial, en donde las emociones y las ideas personales pesan más que los hechos objetivos para valorar un acontecimiento.
Pero el mismo término “noticias falsas”, que para muchos es una invención anglosajona, e incluso sin rubor alguno el mismo Donald Trump lo reivindica como propio, en realidad ya se usaba mucho antes de 2016 en Rusia y Ucrania, y designaba la creación de un texto de ficción y que fingía ser un trabajo periodístico para esparcir la confusión sobre un hecho concreto y desacreditar al periodismo en sí.
¿Por qué sucede esto en la red de forma tan intensa? La respuesta de Pierre Rosanvallon, es que internet es la manifestación clara de lo que es la opinión: una expresión caótica que funciona por imitación y propagación. El ciberespacio refleja que la opinión es un proceso ingobernable, incoherente y no unificado, lo que es propicio para circular noticias falsas y dar vida a la era de la posverdad.
De hecho, para muchos usuarios el año 2016 fue el del desencanto con internet y las redes sociales, todas sus virtudes alabadas hasta hacía poco para potenciar la democracia quedaron cercenadas por el tumulto de noticias falsas que se multiplicaron a lo largo de dicha anualidad. Se hizo notorio para un gran sector de usuarios de internet que la misma no es la expresión coordinada, unificada del sentimiento colectivo y democrático que pensaban los tecnoutopistas de los años ochenta y noventa del siglo pasado.
No es nuevo que la mentira y la desinformación sean habituales en situaciones de difusión de contenidos políticos, pero no tenían ese potencial de seducción que tienen hoy. Es sabido que las contiendas electorales no tienen mucho que ver con la defensa de intereses, sino con apelar a las emociones de los electores. No obstante, eso estaba hasta cierto punto contenido como resultado de que el periodismo moderno jugaba el papel de intermediario eficaz entre políticos, partidos, el gobierno y la población. Pero eso se acabó con la masificación de internet, en donde no hay filtros o intermediarios para poder publicar lo que se desea.
A eso se agrega, como lo corroboran diversos estudios, que la gente ya no confía en los medios de comunicación convencionales, lo que genera una “crisis de la verdad” noticiosa, dando como resultado que las personas confíen más en lo que comentan con sus pares: amigos o contactos en las redes sociales.
La confianza en los medios se ha erosionado: las personas consideran, en muchos casos con justa razón, que los mismos están más inclinados a intereses políticos y a defender sus proyectos particulares, que en servir informativamente a la sociedad. Además, esa desconfianza de las personas con los medios de comunicación es alimentada por los propios medios, cuando en el afán de nutrir sus espacios o atraer lectores, se adhieren a lo que proponen delirantes algoritmos de las redes sociales, en donde en vez de verificar y contrastar lo que retoman de dichos espacios digitales se tornan en cajas de resonancia de hechos falsos o tergiversados, y los destacan como si fuera un hecho noticioso relevante, pero generando en el imaginario colectivo la percepción de que todo lo que sucede en el ciberespacio tiene certificado de veracidad o es de valía informativa.
No olvidemos que las noticias falsas se propagan por varias cuestiones: para generar ingresos, para desacreditar (a personas como sucede en situaciones electorales para denigrar a candidatos, a funcionarios o políticos, para erosionar las marcas empresariales, etcétera), por mero afán lúdico, para tener tráfico sin objetivo de lucro o como recurso político de algunos gobiernos para influir en decisiones políticas de otras naciones. La lucha por la visibilidad en la red se vuelve feroz y se emplean diversas estrategias con el fin de ganar la atención de las audiencias.
No hay que soslayar que el tiempo de atención en los humanos es finito, por lo que las noticias falsas son parte de la lucha por captar la atención de las personas; los contenidos falsos son ideales porque tienen una alta tasa de propagación y logran la atención de las personas. No es gratuito que detrás de esa lucha por la atención estén un ejército de bots, que también tienen el objetivo de tocar la psicología humana, que es la razón principal del éxito de la desinformación. Las personas pueden ser engañadas fácilmente por cuentas automatizadas y pueden, sin saberlo, sembrar la propagación de noticias falsas.
Tal es el escándalo de esto que gigantes de la tecnología como Facebook o Twitter han implementado una serie de medidas y herramientas para tratar de frenar los contenidos falsos. Al mismo tiempo, han surgido varias organizaciones independientes de verificación de hechos para establecer la verdad de la información en línea. Incluso desde el lado técnico se buscan medidas para evitar la "aceleración" del contenido falso, con el fin de poner freno a la velocidad mental de compartir la información que se propala en las redes sociales. Los mismos medios convencionales de comunicación empiezan a decir que la mejor manera de tomar cartas en el asunto, es regresar a las máximas fundamentales del periodismo: verificar, contrastar y jerarquizar la publicación de contenidos. También, diversas organizaciones civiles hablan de impulsar campañas de alfabetización mediática para lograr que los ciudadanos y/o usuarios de internet sean más cuidadosos en la propagación de contenidos en sus redes sociales.
Pero si queremos evitar alimentar la era de la posverdad desde nuestro país, no debemos soslayar que a lo anteriormente enumerado se suman otros actores que tienen un papel destacado en esto: el gobierno y los legisladores. Ambos tienen una clara responsabilidad de asegurar que nuestras garantías individuales se reflejen en el ciberespacio. Deben articular con firmeza y sensibilidad marcos normativos que garanticen la protección de la privacidad de las personas, que no se vulneren la reputación de los ciudadanos, de articular programas que impulsen una alfabetización mediática en los niveles de educación básica, pero, al mismo tiempo, evitar violentar los derechos a la libertad de expresión.

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