La compra de Twitter por parte de Elon Musk en octubre de 2022 dio paso
a posturas polarizadas de empleados de Twitter, los directivos y la Junta
Directiva y los mismos usuarios de esa plataforma. Pero lo más peculiar
de esta operación fue el contexto en que se produjo: cuando las redes sociales
se debatían en una crisis de identidad, mientras las nuevas generaciones
buscaban horizontes digitales más allá de la monotonía de las plataformas
tradicionales. La compra de Musk fue para muchos como un rayo en un cielo
nublado, iluminando un paisaje que parecía estar perdiendo su brillo.
Lo inusitado de la compra estuvo en que Musk puso un ultimátum de 24 horas
a la junta directiva de Twitter, un «tómalo o déjalo», algo inusual porque en
vez de abrir camino a un proceso de negociación entre las partes interesadas,
fue una adquisición impulsiva dada por el interés de Musk en devenir paladín
de la libertad de expresión y su frenético deseo de «salvar» a Twitter del «virus
de la mente despierta» («virus woke»).
Desde el momento que Musk adquirió Twitter, y le puso X, se dieron tres
cuestiones paralelas. Por un lado se empezó a dar una reveladora retirada de
anunciantes, cayendo notoriamente los ingresos publicitarios. Según datos de la
misma plataforma, en el segundo trimestre de 2024 se redujo el 25% de ingresos,
un 53% menos respecto al mismo periodo del año anterior. La fuga de anunciantes
arreció tras los comentarios antisemitas de Musk, que dio paso al retiro
publicitario de marcas como IBM, Disney y Apple. (shre.ink/gMI7, shre.ink/gMIL)
Otra cuestión fue que al interior de Twitter la llegada de Musk se tradujo
en despidos masivos, ahorro intenso, un liderazgo déspota y el fin de las
políticas de moderación de contenidos. El paso de Twitter a X hasta ahora se ha
traducido en el despedido del 80% de los 7,500 empleados que contaba la
plataforma, pero eso no ha contrarrestado cualquier ahorro potencial derivado
de los despidos. Al mismo tiempo, brilla por su ausencia la prometida «interfaz
multidimensional» que permitiría ofrecer diversos tipos de contenido que
tendría a los usuarios en X durante horas, leyendo tuits, viendo videos y
haciendo compras o pagos.
La última cuestión: desde que Musk se hizo de esa plataforma se favorecieron
los puntos de vista políticos de derecha, se dio la espalda a los derechos
humanos y el interés público. Así X, supuesto bastión de la libertad de
expresión, se fue deslizando hacia la decadencia. Si bien antes de la llegada
de Musk, no era precisamente un jardín de armonía, desde que el magnate tomó
las riendas X se sumergió en el deterioro. La desinformación y los bulos decoraron
los timeline, mientras odio e intolerancia se reproducían como virus y eran
alimentados por una moderación inexistente. El feed algorítmico,
diseñado para monopolizar la atención y generar interacciones lucrativas, convirtió
a la plataforma en circo de polémicas y controversias. Los bots,
supuestamente erradicados con el certificado de pago, se volvieron plaga devorando
la credibilidad. La factura de ese declive ha llevado a que la confianza se
evaporara, y con eso la esencia misma de la libertad de expresión que X
pretendía defender.
Musk ha usado X como un megáfono para amplificar su propia agenda
política y la de figuras alineadas con él. Ha sido rabioso propagandista de
Donald Trump y estimulando ciertos discursos que van con su actual postura
ideológico-política. Los efectos de sus imposturas se sienten en su valoración:
X fue adquirida por 44,000 millones de dólares pero hoy su valor oscila entre
9,400 millones y 19,000 millones, lo que representa una pérdida de valor
cercana al 80% (shre.ink/gMba).
Desde que Musk adquirió Twitter, se dio un notable éxodo de usuarios.
Después del triunfo de Trump, la fuga se ha ahondado y ha sido acompañada con
deserciones de importante medios de comunicación, de escritores y artistas.
En una época era cool pertenecer a esa plataforma hoy lo cool es
abandonarla. Al mismo tiempo, X sufre una carga financiera significativa, con
una fuerte deuda y una severa caída en los ingresos, tema que en este momento
no afecta a Musk porque ahora es parte de las ligas mayores de la
administración estadounidense, que le reportará recompensas a sus negocios.
Es posible que Musk se haya convencido a sí mismo de que compró Twitter/X
para garantizar la libertad de expresión. Pero la escueta verdad es que lo hizo
porque quería ser propietario de su pasatiempo personal. Este acto de
indulgencia revela un panorama más amplio y preocupante: la creciente brecha
entre ricos y pobres. La capacidad de un individuo para acumular tal fortuna y
gastarla en un impulso ideológico o personal es un reflejo de la desigualdad
económica que azota al mundo. Pero también es un testimonio de la extravagancia
de un hombre que compra una plataforma global para alimentar su ego, un lujo
que raya en la soberbia. Arrogancia que se ha potenciado con su vinculación a
Donald Trump.
Trump anunció recientemente que Musk estará, de manera honoraria, al
frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Su papel al frente
del DOGE se alinea con una visión conservadora de desregular masivamente
diversas áreas clave, de desmontar y reducir al mínimo los apoyos a salud, educación,
medio ambiente, relaciones laborales, privacidad y tecnología, relaciones internacionales
y tratados comerciales y libertad de expresión. Una estrategia basada en la creencia
de que al eliminar regulaciones, dar paso a un Estado mínimo, se liberarán las
potencialidades económicas y permitirá a Estados Unidos alcanzar una supremacía
económica global. No importa si esos recortes exacerban la desigualdad
económica y afectan fuertemente a los sectores más vulnerables de la sociedad, ya
que el mercado es el único que coloca a cada persona en el lugar que debe tener
en la sociedad y no interesa si se deteriora más la ya de por si maltratada
calidad de los servicios públicos esenciales.
La visión de
Musk para su nueva tarea es una mezcla de grandiosidad y explotación. Con su sonrisa
frívola y actitud despiadada, busca «patriotas» dispuestos a trabajar 80 horas
a la semana sin remuneración, bajo el pretexto de que es una tarea para «engrandecer
al país». Es una vil explotación laboral, un ultraje a los derechos de los
trabajadores. Musk espera atraer a los «mejores» con la promesa de que trabajarán
bajo su genialidad, pero en el fondo busca esclavos de élite, con alto coeficiente
intelectual, dispuestos a sacrificar su bienestar por la visión de un iluminado.
Lo que desea llevar a cabo Musk es algo que impulsan una caterva de clarividentes como Peter Thiel, Travis Kalanick y otros, que actúan con base en sus propios datos, que aborrecen las regulaciones gubernamentales por considerarlas obstáculos para la innovación y la competencia. Así, la política desregulatoria que trazará Musk no solo socavará pilares esenciales de un abollado Estado benefactor estadounidense, sino que quiere hacer realidad lo que su teóloga Ayn Rand propone en La rebelión de Atlas.
Publicado en La Jornada Morelos, 201124
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