Industrias creativas y música

miércoles, 10 de diciembre de 2025

 

Se nos repite, casi como un mantra, que vivimos en la era de las industrias creativas, un tiempo en el que la creatividad, impulsada por la segunda ola de masificación de internet a principios del siglo XXI, se ha convertido en el motor de una nueva economía. Para nadie es un secreto que las redes sociales y la conectividad global se difundieron prometiendo un mundo donde los beneficios de la revolución digital llegarían a todos, pero especialmente a quienes, desde la literatura hasta la gastronomía o la arquitectura, desde la música hasta el diseño o los deportes, podían transformar su talento en oportunidades económicas. En este escenario, se creía que los sistemas de producción autoorganizados, como los describía Yochai Benkler, no solo competirían con los modelos tradicionales, sino que los superarían, mientras que Richard Florida, en su influyente La clase creativa, imaginaba un futuro en el que los artistas y creadores serían los dueños de su propio destino económico. La promesa era clara: en la era de internet, los beneficios serían para todos. Vean lo choice y que los doomers han cambiado

Sin embargo, como ocurrió con la contracultura de los años sesenta —que surgió como una crítica radical al capitalismo pero terminó siendo absorbida y convertida en un motor de innovación para el mismo sistema que cuestionaba—, las industrias creativas no escaparon a una paradoja similar. Lo que comenzó como una alternativa emancipadora, donde la creatividad y la innovación rompían con las estéticas comerciales, terminó por convertirse en una extensión institucional y comercial de las lógicas capitalistas. La creatividad se redujo a un mero recurso económico, un valor agregado que incrementaba el precio simbólico de las mercancías y convertía la expresión artística en un activo escalable. Este giro se refleja en la proliferación de términos como «economía naranja», «distritos creativos» o «clústeres culturales», que, en la práctica, están orientados al turismo, la propiedad intelectual, la competencia entre ciudades y, sobre todo, la precarización del trabajo cultural.

En el ciberespacio, la promesa de democratización también se desvaneció rápidamente. Internet, que en sus inicios parecía un territorio ideal para la libertad y horizontalidad, pronto se plataformaizo o plataformizó. Surgieron empresas que, bajo el discurso de la innovación y la creatividad, terminaron por concentrar el poder en unas cuantas manos. Hoy, desde las artes —publicaciones, películas, música, streaming, cómics, venta de libros, salas de cine, juegos, lucha libre, estaciones de radio— hasta las finanzas y los econegocios, casi todo es “plataformizable” y, por tanto, susceptible de ser controlado por monopolios u oligopolios. Mientras muchos observaban con preocupación esta concentración, Peter Thiel, en De cero a uno (2014), argumenta que «la competencia es para perdedores», que los monopolios son sanos, y aconseja a las empresas monopolizar sus dominios, justificando que, si los consumidores se aglomeran en torno a ciertas plataformas, es porque las mismas satisfacen sus demandas.

El campo musical —primordial en el campo de las industrias creativas— es, quizá, el ejemplo más elocuente de esta transformación. Durante décadas, los artistas sufrieron contratos leoninos que los dejaban al margen de las ganancias. La llegada de internet y las nuevas tecnologías digitales parecieron cambiar las reglas del juego: democratizaron la grabación y distribución musical, fragmentaron las audiencias y restaron poder a los intermediarios tradicionales. En la era analógica, el mercado de la música grabada tenía a músicos, compositores y artistas discográficos en un lado, y los fans u oyentes en el otro. Entre estos extremos estaban quienes gestionaban las interacciones de ambos: un número reducido de sellos discográficos te tamaño descomunal, que controlaban el acceso de los melómanos o fans a los artistas, y de éstos con sus escuchas o seguidores. Internet brindó la posibilidad de distribuir la música de manera gratuita e instantánea por todo el mundo. Fragmentó a las audiencias en un sinfín de comunidades en línea, provocando que la televisión, la radio y la prensa escrita perdieran gran parte de su poder para marcar tendencias. Las redes sociales dieron a los artistas la capacidad de llegar directamente a sus fans por primera vez, abriendo un sinfín de nuevas formas de generar ingresos, como la venta directa de álbumes, entradas y merchandising. También facilitaron el acceso al capital, permitiendo a los artistas pudieran financiar álbumes y vídeos ambiciosos fuera del sistema discográfico, a través de esquemas de crowdfunding permitiendo que los mismos fans financiaran a sus artistas.

Si bien hoy los artistas y/o músicos tienen una relación más equitativa con los sellos discográficos, asociándose para acceder a capital, gestionar sus derechos y distribución, y acceder a personal cualificado de marketing y promoción, así como mapas detallados que les indican dónde deben concentrar sus esfuerzos para llegar a audiencias determinadas. También es cierto, que la aparición de plataformas de streaming ha terminado por generar una concentración de distribución musical en un grupito de plataformas.  El lucrativo mercado del streaming está dominado por Spotify y unas cuantas empresas propiedad de las grandes tecnológicas. En donde doomers y choice se dieron la mano.

Únicamente tres sellos discográficos —Universal Music Group, Sony Music Entertainment y Warner Music Group— controlan actualmente casi el 70% del mercado mundial de música grabada, y también son propietarios de las tres editoriales musicales que concentran casi el 60% de los derechos globales de las canciones. Estas últimas basan su poder en la acumulación de derechos de autor. En Estados Unidos, para las grabaciones posteriores a 1978 la duración de los derechos de autor es la vida del autor más setenta años adicionales, o, en el caso de las «obras por encargo», noventa y cinco años desde su publicación. En el caso de México, es aún más absurdo: toda la vida del autor más 100 años después de su muerte —si fueran dos o más coautores hasta que muera el último empiezan a correr los 100 años—, mismo esquema se aplica a las llamadas «obras por encargo» que derivan de relaciones laborales. 

También es cierto que resultado de que hoy día la música es mucho más barata de producir y distribuir, y que internet ha generado más competencia, las tasas de regalías son más altas que nunca. A diferencia de los años 90 cuando las regalías eran den 5%, ahora el 25% es la norma, e incluso algunas discográficas pagan hasta el 50% en caso de que los músicos no reciban anticipo alguno. Pero ese esquema se desdibuja cuando la música se reproduce en Spotify. Por ejemplo, Spotify paga a los artistas entre 0.003 y 0.005 dólares por reproducción, lo que equivale a aproximadamente, lo que significa que en promedio, un artista puede ganar entre 3 y 5 dólares por cada 1,000 reproducciones (shre.ink/oUhA).

Para tener una idea de esto, Spotify distribuye los ingresos por reproducción de la siguiente manera: El 70% es para los titulares de los derechos, el 30% restante es para Spotify; se entiende que Spotify del porcentaje que obtiene cubre costos operativos, impuestos, tarifas de procesamiento de tarjetas de crédito, gastos de venta y el funcionamiento de la plataforma, con lo que su ganancia neta es mucho menor al 30%. En el caso del 70% de los ingresos a los titulares, eso no va a parar al artista inmediatamente, sino a los titulares de derechos (que son quienes firman los contratos de licencia con Spotify). Estos se dividen en dos categorías: Regalías de grabación (aproximadamente 50-55% del total), que en este caso es para los sellos discográficos. Luego están las regalías publicación (aproximadamente 15% del total), este es el dinero generado por el uso de la composición (la letra y la melodía), que se paga a los editores musicales y a las sociedades de gestión colectiva (como ASCAP, BMI, SACM, etc.). Al final lo que le quede al artista dependerá del tipo de contrato, que en algunos casos el artista puede recibir el 15% de los 0.003-0.003 dólares por stream, mientras que un independiente vía distribuidor retiene casi todo menos una comisión fija. Lo claro es que los ingresos quedan mayoritariamente en manos de los sellos.

Pero en descargo de Spotify, retomo lo que referido por Liz Pelly (Mood Machine): el streaming «fue moldeado por las grandes discográficas». Si bien las compañías de streaming reciben muchas críticas por estos terribles mecanismos de distribución de regalías, fueron las grandes discográficas quienes establecieron ese sistema; debido a que controlan un enorme catálogo de músicos, cualquiera que quiera lanzar un servicio de streaming debe hacerlo a través de ellas y con sus condiciones y/o reglas.

A pesar de esto, las demás plataformas de streaming ofrecen lo mismo porque son los sellos quienes dictan las reglas, salvo en los casos de plataformas alternativas y que puede ser motivo de otros análisis. Solo para tener una idea del poder que tienen los tres grandes sellos o major, señalemos que en conjunto controlan el 69.5% del mercado global de música grabada que se distribuye de acuerdo con Statista de la siguiente manera: Universal Musica, 31.7%; Sony Music, 22.5% y Warner Music, 15.3%. El restante 30.5% del mercado global está en manos de distribuidoras independientes como ADA (propiedad de Warner), The Orchard (propiedad de Sony), Virgin Music (propiedad de UMG), Merlin: Representa a cientos de sellos independientes a nivel global. En fin, que tampoco las alternativas «independientes» parecen estar realmente fuera del mainstream.

Pero el problema con la industria musical es que no solo está integrada horizontalmente, con los referidos tres grandes sellos discográficos, que monopolizan el mercado musical, sino que también está integrada verticalmente. Los tres grandes sellos discográficos —UMG, Sony y Warner— también son propietarios de las tres grandes editoriales musicales, que son: Universal Music Publishing Group —que cuenta con un catálogo de aproximadamente tres millones de pistas—, Sony Music Publishing —que gestiona alrededor de cinco millones de pistas y derechos de autor, lo que la convierte en una de las editoriales más grandes del mundo— y Warner Chappell Music —que cuenta con un catálogo de más de un millón de canciones—. Este trio juega un papel fundamental en la gestión de derechos de autor y la publicación de música para los artistas y sellos discográficos asociados con cada uno de los tres grandes sellos discográficos. Y esto es una fuente de conflictos de intereses.

Ahora en cuanto a la distribución del streaming, por plataforma según Billboard, el panorama está de la siguiente manera e incluyendo usuarios gratuitos y de paga: Spotify, 32.9%; Tencent Music, 14.4%; Apple Music, 12.6%; Amazon Music, 11.1%; YouTube Music: 9.7%. Es claro que Spotify lidera de forma clara el mercado, pero está lejos de «controlarlo» ya que casi el 70% de los suscriptores globales están en otras plataformas. Lo cierto es que si bien Spotify fue clave para sacar a la industria musical del atolladero después del derrumbe de los CDs y de la aparición del intercambio de archivos musicales vía Napster, eso no significa que las major hubieran aprendido la lección e impulsaran un ecosistema de consumo musical, más saludable para los melómanos o fans y para los mismos músicos.

En todo caso, para la comunidad creadora de música lo que se requiere es tener vías alternativas. Una de ellas podría ser, como dice Doctorow, adoptar un modelo centrado en el usuario. En lugar de ir a un solo fondo común, las regalías de grabación de cada suscripción en una plataforma (alrededor del 52% del total) se deberían distribuir entre los artistas que el usuario realmente escuchó. Si un suscriptor, por ejemplo, solo escuchó a determinado músico durante un mes, el importe total (5,19 dólares de una suscripción de 9,99 dólares) iría a su cuenta. De esa manera, se trataría que quienes escuchan menos recompensarían a sus artistas preferidos con regalías más altas. Quienes usan la música como música de fondo en sus actividades aportarían relativamente menos a cada artista.

El problema es que establecer límites mínimos para el costo del trabajo creativo, pueden reducir la cantidad de valor que se llevan quienes no tienen nada que ver con su creación. Al pensar en cómo implementarlos, se puede tomar como referencia a la Unión Europea que exige a sus países miembros a promulgar leyes que otorguen a los creadores el derecho a una remuneración apropiada y proporcionada cuando licencian o transfieren sus derechos exclusivos. Bajo dicha normativa, los creadores tienen derechos exclusivos sobre sus obras, lo que les permite controlar cómo se utilizan y recibir una remuneración por ello. La norma establece que los creadores deben recibir una remuneración apropiada y proporcionada por la explotación de sus obras; asimismo, exige a todos los Estados miembros de la Unión a garantizar que los creadores puedan negociar contratos justos con los explotadores de sus obras. También contempla que se de la transparencia en los contratos de explotación y restablecer el equilibrio entre el poder de negociación de los creadores y los explotadores.

En tal escenario, los creadores siguen transfiriendo sus derechos de autor, tal como se hacen en este momento; pero los sellos discográficos y editores deciden cómo explotarlos, nuevamente, igual que sucede en este momento. La parte sustancial y diferente está en que los creadores mantienen un derecho inalienable a un pago «apropiado y proporcionado» por el uso de su trabajo. Lo más importante es que esos derechos se pueden hacer cumplir directamente a plataformas como Spotify, Amazon, Netflix y YouTube. La nueva ley de la UE se aplica incluso a los contratos que ya se han decidido, lo que significa que los creadores no tendrán que esperar generaciones para aprovechar las protecciones mejoradas.

En fin, son maneras y caminos que se toman para paliar el huracán transformativo que generan las nueva tecnologías en el consumo y la creación artística. Pero en esto no hay magia ni puede ser la panacea para que los músicos puedan vivir de su arte, ya que las mismas tecnologías emergentes que dieron paso a las industrias creativas, que facilitaron que muchos devinieran en creadores, también han terminado por democratizar la creación musical y dar paso a una precarización del sector artístico.  

Publicado en La Jornada Morelos

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