Se nos repite, casi como un mantra, que vivimos en la
era de las industrias creativas, un tiempo en el que la creatividad, impulsada
por la segunda ola de masificación de internet a principios del siglo XXI, se
ha convertido en el motor de una nueva economía. Para nadie es un secreto que
las redes sociales y la conectividad global se difundieron prometiendo un mundo
donde los beneficios de la revolución digital llegarían a todos, pero
especialmente a quienes, desde la literatura hasta la gastronomía o la arquitectura,
desde la música hasta el diseño o los deportes, podían transformar su talento
en oportunidades económicas. En este escenario, se creía que los sistemas de
producción autoorganizados, como los describía Yochai Benkler, no solo
competirían con los modelos tradicionales, sino que los superarían, mientras
que Richard Florida, en su influyente La clase creativa, imaginaba un futuro en el que los artistas y
creadores serían los dueños de su propio destino económico. La promesa era
clara: en la era de internet, los beneficios serían para todos. Vean lo choice
y que los doomers han cambiado
Sin embargo, como ocurrió con la contracultura de los
años sesenta —que surgió como una crítica radical al capitalismo pero terminó
siendo absorbida y convertida en un motor de innovación para el mismo sistema
que cuestionaba—, las industrias creativas no escaparon a una paradoja similar.
Lo que comenzó como una alternativa emancipadora, donde la creatividad y la
innovación rompían con las estéticas comerciales, terminó por convertirse en
una extensión institucional y comercial de las lógicas capitalistas. La
creatividad se redujo a un mero recurso económico, un valor agregado que
incrementaba el precio simbólico de las mercancías y convertía la expresión
artística en un activo escalable. Este giro se refleja en la proliferación de
términos como «economía naranja», «distritos creativos» o «clústeres culturales»,
que, en la práctica, están orientados al turismo, la propiedad intelectual, la
competencia entre ciudades y, sobre todo, la precarización del trabajo cultural.
En el ciberespacio, la promesa de democratización
también se desvaneció rápidamente. Internet, que en sus inicios parecía un
territorio ideal para la libertad y horizontalidad, pronto se plataformaizo
o plataformizó. Surgieron empresas que, bajo el discurso de la innovación y la
creatividad, terminaron por concentrar el poder en unas cuantas manos. Hoy,
desde las artes —publicaciones, películas, música, streaming, cómics,
venta de libros, salas de cine, juegos, lucha libre, estaciones de radio— hasta
las finanzas y los econegocios, casi todo es “plataformizable” y, por tanto,
susceptible de ser controlado por monopolios u oligopolios. Mientras muchos
observaban con preocupación esta concentración, Peter Thiel, en De cero a uno (2014), argumenta
que «la competencia es para perdedores», que los monopolios son sanos, y
aconseja a las empresas monopolizar sus dominios, justificando que, si los
consumidores se aglomeran en torno a ciertas plataformas, es porque las mismas satisfacen
sus demandas.
El campo musical —primordial en el campo de las
industrias creativas— es, quizá, el ejemplo más elocuente de esta
transformación. Durante décadas, los artistas sufrieron contratos leoninos que
los dejaban al margen de las ganancias. La llegada de internet y las nuevas
tecnologías digitales parecieron cambiar las reglas del juego: democratizaron
la grabación y distribución musical, fragmentaron las audiencias y restaron
poder a los intermediarios tradicionales. En la era analógica, el mercado de la
música grabada tenía a músicos, compositores y artistas discográficos en un lado,
y los fans u oyentes en el otro. Entre estos extremos estaban quienes
gestionaban las interacciones de ambos: un número reducido de sellos discográficos
te tamaño descomunal, que controlaban el acceso de los melómanos o fans a los
artistas, y de éstos con sus escuchas o seguidores. Internet brindó la
posibilidad de distribuir la música de manera gratuita e instantánea por todo
el mundo. Fragmentó a las audiencias en un sinfín de comunidades en línea,
provocando que la televisión, la radio y la prensa escrita perdieran gran parte
de su poder para marcar tendencias. Las redes sociales dieron a los artistas la
capacidad de llegar directamente a sus fans por primera vez, abriendo un sinfín
de nuevas formas de generar ingresos, como la venta directa de álbumes,
entradas y merchandising. También facilitaron el acceso al capital,
permitiendo a los artistas pudieran financiar álbumes y vídeos ambiciosos fuera
del sistema discográfico, a través de esquemas de crowdfunding permitiendo
que los mismos fans financiaran a sus artistas.
Si bien hoy los artistas y/o músicos tienen una relación
más equitativa con los sellos discográficos, asociándose para acceder a
capital, gestionar sus derechos y distribución, y acceder a personal
cualificado de marketing y promoción, así como mapas detallados que les
indican dónde deben concentrar sus esfuerzos para llegar a audiencias determinadas.
También es cierto, que la aparición de plataformas de streaming ha
terminado por generar una concentración de distribución musical en un grupito
de plataformas. El lucrativo mercado del
streaming está dominado por Spotify y unas cuantas empresas propiedad de
las grandes tecnológicas. En donde doomers y choice se dieron la mano.
Únicamente tres sellos discográficos —Universal Music
Group, Sony Music Entertainment y Warner Music Group— controlan actualmente
casi el 70% del mercado mundial de música grabada, y también son propietarios
de las tres editoriales musicales que concentran casi el 60% de los derechos
globales de las canciones. Estas últimas basan su poder en la acumulación de
derechos de autor. En Estados Unidos, para las grabaciones posteriores a 1978 la
duración de los derechos de autor es la vida del autor más setenta años
adicionales, o, en el caso de las «obras por encargo», noventa y cinco años
desde su publicación. En el caso de México, es aún más absurdo: toda la vida
del autor más 100 años después de su muerte —si fueran dos o más coautores
hasta que muera el último empiezan a correr los 100 años—, mismo esquema se
aplica a las llamadas «obras por encargo» que derivan de relaciones
laborales.
También es cierto que resultado de que hoy día la música
es mucho más barata de producir y distribuir, y que internet ha generado más
competencia, las tasas de regalías son más altas que nunca. A diferencia de los
años 90 cuando las regalías eran den 5%, ahora el 25% es la norma, e incluso
algunas discográficas pagan hasta el 50% en caso de que los músicos no reciban anticipo
alguno. Pero ese esquema se desdibuja cuando la música se reproduce en Spotify.
Por ejemplo, Spotify paga a los artistas entre 0.003 y 0.005 dólares por
reproducción, lo que equivale a aproximadamente, lo que significa que en
promedio, un artista puede ganar entre 3 y 5 dólares por cada 1,000
reproducciones (shre.ink/oUhA).
Para tener una idea de esto, Spotify distribuye los
ingresos por reproducción de la siguiente manera: El 70% es para los titulares
de los derechos, el 30% restante es para Spotify; se entiende que Spotify del
porcentaje que obtiene cubre costos operativos, impuestos, tarifas de procesamiento
de tarjetas de crédito, gastos de venta y el funcionamiento de la plataforma,
con lo que su ganancia neta es mucho menor al 30%. En el caso del 70% de los
ingresos a los titulares, eso no va a parar al artista inmediatamente, sino a
los titulares de derechos (que son quienes firman los contratos de licencia con
Spotify). Estos se dividen en dos categorías: Regalías de grabación
(aproximadamente 50-55% del total), que en este caso es para los sellos
discográficos. Luego están las regalías publicación (aproximadamente 15% del
total), este es el dinero generado por el uso de la composición (la letra y la
melodía), que se paga a los editores musicales y a las sociedades de gestión
colectiva (como ASCAP, BMI, SACM, etc.). Al final lo que le quede al artista
dependerá del tipo de contrato, que en algunos casos el artista puede recibir
el 15% de los 0.003-0.003 dólares por stream, mientras que un
independiente vía distribuidor retiene casi todo menos una comisión fija. Lo
claro es que los ingresos quedan mayoritariamente en manos de los sellos.
Pero en descargo de Spotify, retomo lo que referido por
Liz Pelly (Mood Machine): el streaming «fue moldeado por
las grandes discográficas». Si bien las compañías de streaming reciben
muchas críticas por estos terribles mecanismos de distribución de regalías,
fueron las grandes discográficas quienes establecieron ese sistema; debido a
que controlan un enorme catálogo de músicos, cualquiera que quiera lanzar un
servicio de streaming debe hacerlo a través de ellas y con sus condiciones
y/o reglas.
A pesar de esto, las demás plataformas de streaming
ofrecen lo mismo porque son los sellos quienes dictan las reglas, salvo en los
casos de plataformas alternativas y que puede ser motivo de otros análisis.
Solo para tener una idea del poder que tienen los tres grandes sellos o major,
señalemos que en conjunto controlan el 69.5% del mercado global de música grabada que se distribuye de acuerdo con Statista
de la siguiente manera: Universal Musica, 31.7%; Sony Music, 22.5% y Warner Music, 15.3%. El
restante 30.5% del mercado global está en manos de distribuidoras
independientes como ADA (propiedad de Warner), The Orchard (propiedad de Sony),
Virgin Music (propiedad de UMG), Merlin: Representa a cientos de sellos
independientes a nivel global. En fin, que tampoco las alternativas
«independientes» parecen estar realmente fuera del mainstream.
Pero el problema con la industria musical es que no solo
está integrada horizontalmente, con los referidos tres grandes sellos
discográficos, que monopolizan el mercado musical, sino que también está
integrada verticalmente. Los tres grandes sellos discográficos —UMG, Sony y
Warner— también son propietarios de las tres grandes editoriales musicales, que
son: Universal Music Publishing Group —que cuenta con un catálogo de
aproximadamente tres millones de pistas—, Sony Music Publishing —que gestiona alrededor
de cinco millones de pistas y derechos de autor, lo que la convierte en una de
las editoriales más grandes del mundo— y Warner Chappell Music —que cuenta con
un catálogo de más de un millón de canciones—. Este trio juega un papel
fundamental en la gestión de derechos de autor y la publicación de música para
los artistas y sellos discográficos asociados con cada uno de los tres grandes
sellos discográficos. Y esto es una fuente de conflictos de intereses.
Ahora en cuanto a la distribución del streaming, por
plataforma según Billboard, el panorama está de la siguiente manera e
incluyendo usuarios gratuitos y de paga: Spotify, 32.9%; Tencent Music, 14.4%; Apple
Music, 12.6%; Amazon Music, 11.1%; YouTube Music: 9.7%. Es claro que Spotify lidera
de forma clara el mercado, pero está lejos de «controlarlo» ya que casi el 70%
de los suscriptores globales están en otras plataformas. Lo cierto es que si
bien Spotify fue clave para sacar a la industria musical del atolladero después
del derrumbe de los CDs y de la aparición del intercambio de archivos musicales
vía Napster, eso no significa que las major hubieran aprendido la
lección e impulsaran un ecosistema de consumo musical, más saludable para los
melómanos o fans y para los mismos músicos.
En todo caso, para la comunidad creadora de música lo
que se requiere es tener vías alternativas. Una de ellas podría ser, como dice
Doctorow, adoptar un modelo centrado en el usuario. En lugar de ir a un solo
fondo común, las regalías de grabación de cada suscripción en una plataforma
(alrededor del 52% del total) se deberían distribuir entre los artistas que el
usuario realmente escuchó. Si un suscriptor, por ejemplo, solo escuchó a determinado
músico durante un mes, el importe total (5,19 dólares de una suscripción de
9,99 dólares) iría a su cuenta. De esa manera, se trataría que quienes escuchan
menos recompensarían a sus artistas preferidos con regalías más altas. Quienes
usan la música como música de fondo en sus actividades aportarían relativamente
menos a cada artista.
El problema es que establecer límites mínimos para el
costo del trabajo creativo, pueden reducir la cantidad de valor que se llevan
quienes no tienen nada que ver con su creación. Al pensar en cómo
implementarlos, se puede tomar como referencia a la Unión Europea que exige a
sus países miembros a promulgar leyes que otorguen a los creadores el derecho a
una remuneración apropiada y proporcionada cuando licencian o transfieren sus
derechos exclusivos. Bajo dicha normativa, los creadores tienen derechos exclusivos
sobre sus obras, lo que les permite controlar cómo se utilizan y recibir una
remuneración por ello. La norma establece que los creadores deben recibir una
remuneración apropiada y proporcionada por la explotación de sus obras;
asimismo, exige a todos los Estados miembros de la Unión a garantizar que los
creadores puedan negociar contratos justos con los explotadores de sus obras. También
contempla que se de la transparencia en los contratos de explotación y
restablecer el equilibrio entre el poder de negociación de los creadores y los
explotadores.
En tal escenario, los creadores siguen transfiriendo sus
derechos de autor, tal como se hacen en este momento; pero los sellos
discográficos y editores deciden cómo explotarlos, nuevamente, igual que sucede
en este momento. La parte sustancial y diferente está en que los creadores
mantienen un derecho inalienable a un pago «apropiado y proporcionado» por el
uso de su trabajo. Lo más importante es que esos derechos se pueden hacer
cumplir directamente a plataformas como Spotify, Amazon, Netflix y YouTube. La
nueva ley de la UE se aplica incluso a los contratos que ya se han decidido, lo
que significa que los creadores no tendrán que esperar generaciones para
aprovechar las protecciones mejoradas.
En fin, son maneras y caminos que se toman para paliar
el huracán transformativo que generan las nueva tecnologías en el consumo y la
creación artística. Pero en esto no hay magia ni puede ser la panacea para que
los músicos puedan vivir de su arte, ya que las mismas tecnologías emergentes que
dieron paso a las industrias creativas, que facilitaron que muchos devinieran
en creadores, también han terminado por democratizar la creación musical y dar
paso a una precarización del sector artístico.
Publicado en La Jornada Morelos



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